Una susurrante y melancólica niebla baja de las montañas, para imponerse lentamente sobre las oscuras y frías calles de esta ciudad; el tiempo se detiene y la agonía de los seres mendigos del amor pareciera hacerse más tortuosa, y es porque así es la vida, ellos merecen tener una muerte negra y dolorosa que haga que sus huesos se retuerzan del frío y su respiración sea un karma. Esta es la cara de esta ciudad, donde soberbios y monumentales edificios de vidrio se recubren de vanidad, y dentro de él caminantes mecánicos con corazones de acero y sensibilidad como el hielo, y fuera de ellos pequeños seres nauseabundos que comen de la basura y sobreviven entre la injusticia miserable. En el centro de esta gótica ciudad, encontramos una oscura basílica, de aspecto tenebroso, fría, lúgubre, perturbadora y hermosa a la vez, fue construida con la sangre de cientos de esclavos para autosatisfacer el ego de la santísima clase clerical; esa es una obra de arte, el vivo expresar del coloniaje rapaz, una apología al sacrilegio y a la inquisición.
Vamos hablar de Cristina, una adolescente que tiene oscuros sueños que la perturban a diario, y que está al borde de su suicidio; su infancia se la pasó hablando con fantasmas y demonios que salían por temporadas, su vida es sombría como el oscuro ocaso de las tardes de invierno, sus blancas manos son una sutil expresión de amor y depresión, su mirada es el silencio del duelo, un oscuro cabello negro que contrasta con sus carnosos labios rojos, su delgada silueta camina entre la gente y se diluye entre la tristeza y la indiferencia de la injusticia. Cristina nació de una familia de capa media alta, de tradiciones altamente católicas y prejuicios intrínsecamente vinculados a la doctrina del conservadurismo colonial; podríamos decir que Cristina es la oveja negra de su casa, donde diariamente tiene una guerra con su familia y la sociedad.