Perspectiva (I)

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Nadie hubiese dicho que aquella noche de mayo era oscura. Si bien era pasada la medianoche, en aquel lugar la luna hacía brillar las veredas de la calle evidenciando baldosas rotas y cemento asimétrico. La predominancia y quietud de una tonalidad gris hacía pensar en la escenografía abandonada de una película en blanco y negro.

Las casas parecían deshabitadas. Las paredes descascaradas y viejas, el pasto desprolijo y amarillento, ocasionales puertas tapialadas: puras señales de abandono. Sólo la luz de algún velador encendido a través de una ventana o el susurro ahogado de una radio indicaba que en esos hogares existía algo de lo que suele llamarse "la vida". Nada impedía pensar, sin embargo, en el aburrimiento y la soledad de esos habitantes; esa especie de inercia monótona en la que caen algunas personas conforme asimilan años y hábitos.

El silencio era prácticamente total. Algunos perros dormían próximos a sus hogares mientras un gato cruzaba un tapial de ladrillos con pasos sigilosos. El viento, débil, apenas movía las hojas de los árboles.

Y sin embargo alguien dobló en la esquina, alterando la quietud de la noche.

El taconeo de los zapatos comenzó justo cuando una residente desvelada miró al exterior de su casa a través de una ventana. A glance, como dicen los ingleses, es decir: un vistazo, una ojeada, que sin embargo dejó de serlo tan pronto la calle no se presentó lo esperablemente vacía como solía estarlo a esas horas y en ese lugar. Los pasos resonaban claro, y lograban un eco que se prolongaba hacia los fondos de las viviendas conforme la distancia entre aquel hombre y la casa donde vivía la mujer disminuía.

La residente se pegó a la ventana, y escondida tras las cortinas contempló la figura. Una presencia errante pasadas las doce de la noche no podía menos que resultar sospechosa; es por eso que en torno a ese hombre como núcleo, y en condiciones claramente especulativas, la mujer edificó una coraza de probabilidades: un ladrón no demasiado cauteloso, un vagabundo no demasiado mal vestido, un borracho con paso no demasiado incoherente.

Durante esa breve ensoñación de variantes el hombre (quien iba caminando por la vereda de enfrente a aquella casa) cruzó la calle. La mujer dejó de verlo, más no por eso de escucharlo. Los pasos fueron haciéndose más notorios, y con esa expectativa angustiante que suscita el momento en que el telón de una obra de teatro se levanta o un cuerpo ajeno se desnuda, la residente respiró hondo esperando el cruce del hombre por la ventana.

El cuerpo se detuvo exactamente frente a su casa. Diría más: frente a ella, si suponemos que ese acto le estaba dirigido. Una delgada lámina de vidrio los separaba, que la mujer consideraba no bastaba para ahogar el sonido de los latidos de su corazón apresurado. Como si fuera una presa, pensó en el olor a miedo que estaría emanando, mientras observaba al hombre respirar dificultosamente, escudriñar la visión, buscar algo.

La posibilidad de que el sujeto sea un ladrón retornó para cobrar fuerza e imponerse como cierta. Irrumpir en la vivienda no le sería tarea difícil, suponiendo el estado de la madera de las puertas de la casa. La mujer recordó el dinero escondido en el ropero, las alhajas guardadas bajo llave en el cajón de las sábanas y a su madre anciana durmiendo en la habitación del fondo. Trató de no respirar pensando en que así demoraría los actos de aquella persona, pero lo primero era imposible y lo segundo, estúpido.

Tan súbitamente como se habían detenido, los pasos se reanudaron. El hombre finalmente desapareció y la mujer, a pesar de forzar la audición, no oyó más nada. Si bien rio debido a las elucubraciones de su pensamiento, esa noche no pudo conciliar el sueño.

Astargo. Muerte y resurrección [PRIMERA PARTE]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora