Formas de ser, sostenerse y existir

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Las campanas marcaban el inicio de la misa de la tarde. Laura podía ver por la ventana los pájaros que, asustados por el ruido, huían volando de las ramas donde habían estado posados segundos antes. Para ella ese sonido también implicaba alterar su comportamiento, pero operaba en tanto señal de otra cosa. Dejó lo que estaba haciendo y se levantó de la silla.

El abrigo, el paraguas, la pollera: complementos necesarios en función de la estación del año o la especificidad del clima. El perfume: siempre. El beso a papá, que a veces estaba dormido y otras veces despierto. Ninguna pregunta. La caminata hasta la avenida. Esperar el colectivo indicado, luego de haber elegido el recorrido.

Si bien las cosas empezaban a nivel del trayecto, lo esencial se desenvolvía una vez llegada a la plaza. Laura lo pensaba en términos de miradas y colores, si debía nominarlo de alguna forma. Algo así como un caleidoscopio, palabra que siempre le había gustado. Pero primero, entonces, el colectivo. Subirse, elegir un asiento. Buscar con la mirada aquello que llame la atención. Cabalgar los ojos en torno a las otras miradas, las ropas, los gestos. Detenerse en los cuellos, en las formas de las manos. Los habitantes de la ciudad que tanto amaba y odiaba. Pero en definitiva todo esto era un preludio y terminaba siempre más o menos pronto.

Bajarse del colectivo en o cerca de la plaza elegida. Buscar la sombra o el sol, seleccionar el banco y sentarse. Cruzar las piernas.

Inicio: entregarse a la actividad de verlas pasar. Le fascinaba la idea de ser una espectadora externa, de sentir estar viendo los personajes de una película. Tan distinta a ellas en las razones. Para todas esas mujeres que caminaban por la plaza o por una calle aledaña, aquello era un lugar de pasaje: iban al trabajo, volvían de la Universidad, paseaban al perro, llegaban tarde a una cita o llevaban a sus hijos al parque. La plaza podía ser bien un negocio o una casa, en nada modificaba el asunto. En definitiva, una parte del recorrido por hacer. Para Laura, en cambio, la plaza era el fin en sí mismo. O ellas, pero en definitiva la plaza: sabía que algo tenía que ver el lugar, que la escenografía no era secundaria.

El momento se desenvolvía: Laura estaba por ella y por ellas. Por apreciar la estética y la sensualidad que esas mujeres desprendían. No la apuraba un horario, no esperaba a nadie: buscaba la polisemia de figuras, la diversidad de elecciones de ropa, las formas de caminar, los gestos. Se dejaba ahogar por un mar de objetos y colores.

Le resultaba atractiva la idea de la belleza cotidiana, de la mujer del día a día. De personas que tal vez estaban apuradas, que iban vestidas con ropa de trabajo o de entrecasa. Sabía que en definitiva no había otra belleza más que esa.

Las seguía con la mirada. No eran todas equivalentes: las había lindas, poco femeninas, más cuidadas, menos frágiles. Las más interesantes requerían más atención, claro está, y Laura sentía un cosquilleo recorrer su cuerpo.

Partiendo de lo que veía imaginaba sus vidas. Concebía personalidades, reacciones, actitudes. Le gustaba esa asignación de nomenclaturas, ese juego de suposiciones.

La vuelta a su casa marcaba el cierre. Trataba de recordar el orden, la cantidad. Privilegiaba aquellas que más le habían gustado y se sentaba en su escritorio con lápiz y papel. Las dibujaba, deteniéndose en sus ojos, en las expresiones de los rostros. Se demoraba en los detalles como si su vida dependiera de eso. Solía tirar decenas de hojas que no le gustaban, empeñándose en hacer retratos lo más similares posibles. Sentía que era la encargada de dar existencia a los fotogramas de la película que acababa de observar. Curiosa forma de concebir la causalidad: creaba los elementos que posibilitaban el desarrollo de algo que preexistía a esos dibujos.

Solía escribía palabras a los márgenes, buscando aquellas que sonaran elegantes y poco corrientes. Anotaba: "furtiva", "clepsidra", "apócrifa", "diáspora", "remota". Las tomaba prestadas de los versos de Borges, transcribiéndolas muchas veces sin saber bien qué significaban, como pretendiendo adjetivar a esas mujeres con palabras que no siempre, intuía, eran adjetivos. Como si esas mujeres pudieran ser objetivadas.

Sin importar el correr del reloj, llenaba cuadernos de rostros, facciones, abrigos y palabras armando colecciones, pequeños catálogos. Buscaba forzar la memoria, recordar detalles, sensaciones percibidas.

Sincumplir todavía cuarenta años, Laura llevaba casi dos décadas haciendo lomismo. Nunca había estado sola: todos esos dibujos eran su compañía. Como lasformas del empapelado de su casa, todas esas imágenes, inmóviles pero eternas,existían con ella.    

Astargo. Muerte y resurrección [PRIMERA PARTE]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora