Ocaso (I)

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El paso de Astargo se detuvo frente a una casa de pequeñas ventanas que contrastaban con la gran puerta de madera oscura. En el silencio de la noche, las luces de un auto que dobló en la esquina iluminaron brevemente una serie de árboles, gestando ramificaciones vivientes que rápidamente se movieron como resultado del tránsito de la luz, deformándose y armando combinaciones diversas. Astargo se estremeció al ver proyectarse contra la fachada de la casa la extraña película y pensó en un mal augurio. Respiró hondo y apoyó los nudillos en la puerta: dos golpes y una espera. En el interior de la vivienda se oyeron ruidos. Conforme la puerta crujía al abrirse, la luz que daba la luna fue iluminando un rostro.

Hay personas en las cuales el tiempo actúa de formas extrañas. A Astargo le costó disimular la impresión causada por la imagen de Laura, hija de Fernando Morroes. Largos mechones de pelo alborotado contorneaban un rostro pálido y cansado. Por lo que suponía, esa mujer no podía pasar los cuarenta años, sin embargo su aspecto descuidado le sumaba unos lustros más. Podía adivinarse en su mirada la situación que en breves segundos Astargo encontraría dentro. Las pupilas azules de Laura (lo único vivo que parecía conservar) brillaron en la luz de la noche dando la impresión de una engañosa inmortalidad, como sucede con las estrellas. Su fatiga, sin embargo, opacaba todo lo que poseía. Una breve mueca y el movimiento de una mano le indicaron al recién llegado que podía ingresar.

En el trayecto hacia la habitación la mujer no habló. El ruido proveniente de las maderas del suelo y la respiración al fondo de la casa disimularon el silencio. Laura hizo ingresar a Astargo a un cuarto chico, vacío y poco iluminado, donde sólo había una cama, un ropero viejo y una mesita de luz con varios medicamentos y una radio. Fernando Morroes, acostado y tapado hasta la nuca, les daba la espalda. Su hija lo tocó en el hombro y éste lentamente se giró, despertándose.

–Cualquier cosa estoy en la cocina –la voz de la mujer sonó dulce y clara, incongruente con su imagen–. Cierro la puerta.

–¡Qué hacés, viejo! –esas tres palabras eyectaron a Astargo a su adolescencia, a las noches interminables fatigando calles, amistades comunes y cigarrillos a escondidas.

–¿Cómo estás, negro? Perdoná la hora, es tarde.

–Gracias por venir.

–Es que estoy sin teléfono, la nota me llegó tarde... Va, me llegó bien pero la vi tarde, y no quería dejar pasar más tiempo –y se arrepintió rápidamente de esas últimas palabras–. Igual bajé del colectivo a tres cuadras y el barrio está tranquilo.

–Nunca se sabe. Supongo que te habrás enterado, pasan cosas cada tanto. La gente habla poco de eso, hay que cuidarse.

Eran frases cortas, sin demasiadas gesticulaciones. Morroes hablaba despacio e intercalando pausas, parpadeando repetidamente. Lo poco de cuerpo que aún lo contenía parecía no acompañarlo en lo que verbalizaba.

La charla no duró demasiado. Astargo trató de que su amigo hablara lo menos posible, ya que eso implicaría tocar ese foco irreductible que era la enfermedad que lo estaba consumiendo. El recurso fue el pasado, y ni el oscuro presente ni el futuro terminal pudieron ingresar esa noche a aquella habitación, por lo menos durante el lapso en que ambos rememoraron los años de juventud transcurridos juntos. Astargo se sintió conforme de haber podido viajar a la ciudad para ver por última vez a Morroes.

La puerta se abrió. Laura entró, y con ella un aroma a café que inundó el lugar, disimulando brevemente la humedad y el encierro que concentraba esa habitación. Le dejó una taza a Astargo.

–Pensar que veíamos a los grandes en los clubes... –comenzó Morroes.

–Sí, tomando café –se le adelantó Astargo–. Queríamos crecer, ser como ellos, usar pantalones largos y pasarnos las tardes discutiendo de fútbol o política en una mesa con otros, aunque no teníamos ni idea qué era ser de izquierda o de derecha. El Gordo Marrantes los dibujaba siempre en los recreos, ¿te acordás? Los hacía altos, de piernas largas, algunos con bigotes, otros con sombreros. No sé de dónde sacaba lo de los sombreros, ya se habían dejado de usar para esa época, eran más bien una cosa vieja.

–Siempre imaginaba el Gordo -rio Morroes, tosiendo.

–Siempre es al revés, ¿no te parece? Unos inconformistas. En ese entonces nos moríamos por ser adultos. Y ahora, fijate, adultos y anhelando ser chicos otra vez -y nuevamente se arrepintió de sus últimas palabras.

–¡Qué se le va a hacer! Mirá cómo estamos todos viviendo acá, en el culo del mundo. ¿Quién va a querer hablar de otra cosa... que de cuando éramos pibes?

–Y pensar que crecimos un poco y se despelotó todo. Lo del cambalache de este siglo ya se venía diciendo hace bastante, ¿no?

–¡Qué tanguito ese! ¿Pongo... algo?

–Dale. Como hacíamos siempre. Yo me encargo.

Astargo prendió la radio y sintonizó una frecuencia de tangos. Subió el volumen. Era mejor atender a la música, callar, tratar de no pensar. Que se escuchen solamente las voces de quienes puedan usar mejor las palabras que aquellos dos en esa habitación, donde ya no había más nada de qué hablar.

Astargo. Muerte y resurrección [PRIMERA PARTE]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora