4: Encuentro buscado

19.2K 298 2
                                    

Como si todo hubiera sido una gota aislada, ese día que cruzábamos la frontera por Ayamonte, rumbo a Lisboa, amaneció claro, limpio y despejado; y la lluvia anterior sólo existía en nuestro recuerdo. Después de la última experiencia, ahora había sido yo el que me había vuelto precavido, y antes de irnos, me había levantado primero que nadie, para comprar en la farmacia preservativos. Mientras el automóvil devoraba kilómetros, mi mente refrescaba lo que había sucedido en una playa mágica, con el susurro de las olas como música de fondo, y las mudas rocas como único testigo; al menos eso creía yo.

Al llegar a Ayamonte nos tuvimos que bajar todos, pues, por aquel entonces, el único modo de pasar la frontera era en ferry cruzando la desembocadura del Guadiana.

Enfrascado como estaba en esos recuerdos, no sentí que alguien se había situado a mi lado, hasta que no oí la voz clara de Mariví, mi madre, mezclada con el ronroneo del motor.

—Qué solo estás siempre –dijo –. Supongo que te gustará buscar un poco de soledad para ti –concluyó –.

—Sí, un poco de eso –contesté yo –.

Ella, estaba tan pegada a mí, que sus muslos estaban tocando los míos, casi presionándolos, y a veces, cuando se giraba para hablarme, o simplemente cuando se movía, rozaba claramente su busto con mi hombro, espectador privilegiado de tal situación. Aunque me había acostumbrado a recordar conmigo mismo los sucesos que iban adornando nuestro viaje, no me importaba, e incluso agradecía, que alguien me hiciese compañía, como era el caso de Mariví ahora. Nos quedamos en silencio muchos minutos, hasta que ella tocó un tema, que no imaginaba que iba a mencionar, y me sorprendió. Lo hizo con discreción, acercándose mucho a mi oído, y en un susurro sólo perceptible por mí:

—Que callado te lo tenías, Rodri, el que nunca se comía una rosca, y si nos descuidamos, nos follas a todas las que vamos coche de tu padre –dijo por sorpresa –.

Ni que decir tiene que me quedé desorientado, y mudo de la confusión. Ella notaba mi silencio, y se sonreía, al verse dominadora de la realidad.

—Vamos, no te cortes, –intentaba tranquilizarme –, sabes que las mujeres nos lo contamos todo; pero también sabes que no somos como vosotros, que lo publicáis en el tablón de anuncios, sólo por presumir... Todo eso queda entre nosotras –argüía, mientras sonreía –.

Dicen que la curiosidad es cosa de mujeres, en un claro error machista. La curiosidad es inherente al ser humano, sea cual sea la condición sexual de éste. Así que quise saber qué sabía y ella, y si lo sabían todas.

—No me irás a decir que vosotras lo sabéis todo, con pelos y señales, ¿verdad? –Lancé yo, esperando una respuesta que me aclarase esos puntos de duda –.

Mariví sólo se reía.

—Exacto, lo sabemos todas; y sí, con pelos y señales...: porque nos lo hemos contado, y porque algunas también lo hemos visto –aclaró sonriendo con sarcasmo –.

Mi mente se puso a trabajar muy rápido. Era imposible que me hubiera visto nadie, a no ser en aquel parque en Zamora, o en la playa de Matalascañas. Dada la confianza que mi madre mantenía conmigo, no pude ya evitar la pregunta:

— ¿Y tú has visto algo?

Mariví volvió a reír, a gusto. Esperó unos segundos, y me contestó satisfaciendo completamente mi curiosidad:

—Os he visto en la playa ayer a Paula y a ti. Y no me he perdido ningún detalle –apuntó –. Aunque también cuentan que alguien os vio en Zamora... –concluyó –.

Dudé un poco, ella me lo debió notar, porque se reía, pero al fin, volví a preguntar:

— ¿Y qué opinas de lo que has visto ayer?

Siete días de abril [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora