Duo

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17 de septiembre de 2040: LUNES

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   Hoy empiezo el curso en el que cumpliré mis 16. Todos los chicos de 15 años se arremolinan frente a los tablones digitales para ver en qué clase han caído. Algunos, al darse cuenta de que están con sus amigos, corren, gritan y abrazan a los mencionados. Qué pena que yo no tenga amigos.

    Me acerco como puedo y visualizo mi nombre completo junto al número de mi aula — no me molesto en mirar la lista de compañeros o la de profesores que me tocará aguantar este año—.

Aula 2.6. Perfecto, tendré que subir dos largos pisos por las escaleras, todos los días — qué ilusión —.

Me dirijo hacia la escalera de emergencia en vez de a la principal para no tener que soportar empujones, pisotones u olores extraños al subir.
Después de dejar de hiperventilar y quejarme de mi lesión en la rodilla izquierda, camino hacia el aula. Allí, hay alumnos sentados por parejas, mirándome como si fuera un bicho raro, el cual no se emociona al empezar un nuevo curso, y que llega sin amigos. Estoy demasiado acostumbrada ya, por lo que ignoro y me siento en un lugar libre al final de la estancia.

    A los pocos minutos llega la profesora. No muy alta, a pesar de los zancos horrorosamente altos que lleva, con el pelo cortado por los hombros y adornado con un cardado en la parte superior de su cabeza.
Cuando se sienta en su escritorio y frunce los labios para mandar a callar a mis compañeros, me fijo. No soy una gurú de la belleza, ni sé cómo hay que maquillarse debidamente, pero con todo y con eso, puedo afirmar que esta profesora tiene menos idea que yo. Se ha pintado los labios sobrepasando exageradamente su línea natural, y la línea negra que delineaba sus ojos se ha emborronado al pegarse con el párpado. Su nariz es como la de un tucán, no hay maquillaje que pueda tapar eso, y puede que si se cae, llegue antes su nariz que su cuerpo. Supongo que se verá guapa así, o al menos más joven.

—Bien. Bienvenidos todos a un nuevo curso en el Instituto de la Cosecha Este. Yo soy Mary Habock, y seré vuestra tutora y profesora de historia.— Qué voz más irritante...— Debo comentar que tengo poca paciencia, no tolero bromas de ningún tipo, y quien no cumpla las normas del centro, será sancionado.— Genial, primer día y ya odio a mi tutora, esto va a ser divertido...

    Después de recitar monótonamente las normas del centro, sus criterios, y de mirar por encima de sus gafas de cerca, como si quisiera matarnos, concluye la 'presentación' y por tanto, el primer día de clase.
    No tardo demasiado en coger mis cosas y salir casi corriendo del aula. Quiero evitar miradas curiosas, preguntas, o cosas así, pero solo consigo meterme en la boca del lobo.

    Justo al final del pasillo, cerca de la entrada principal, hay un grupo de chicos de mi año, tal vez de la otra clase. Allí puedo reconocer a las personas más cansinas y desagradables, a la par de descerebradas, de todo el planeta.

    Jim Harrison, hijo de un prestigioso directivo y una abogada de primera. Viviendo acomodadamente en el barrio caro de la ciudad y empleando su tiempo libre en hacerme la vida imposible. Qué ganas tengo de perderle de vista de una vez.
    Le acompañan sus cuatro perritos falderos con complejo de sumisos, que le hacen el trabajo sucio, como correr detrás de mí, o hacerle los deberes.

    En el momento que los diviso, me doy la vuelta y camino en dirección contraria hacia los baños. Con suerte, tendrán mejores cosas que hacer y se irán.
    Una vez dentro del cubículo con retrete, me siento un poco más tranquila. Ellos saben que si se meten en el lavabo de chicas tendrán problemas, así que es mi escondite en estos casos.
    Cojo mi móvil y los auriculares, y reproduzco una canción aleatoria de mi lista personal de rock lento. Me siento en el suelo, y me enciendo un cigarrillo.
    En el tercer año me las arreglé para desactivar los detectores de humo de este baño, así que no me preocupo de que salte ninguna alarma. Simplemente me relajo, y dejo que se consuma entre mis dedos mientras la canción concluye sus últimas notas.

    Me levanto, guardo el móvil, tiro el resto del cigarro al retrete, y abro la ventana que está sobre mi cabeza.
    Cuando salgo del baño, miro hacia la entrada principal, y puedo ver que Jim y sus amigos ya no están. Hoy me he salvado, pero eso no pasa siempre.

    Una vez fuera del edificio, me dirijo al parking de bicis, y desengancho la mía. Rumbo a casa.
    Espero no tener que volver a recoger el vómito de mi padre, o tener que llamar a la ambulancia por otro coma etílico...

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