Había acariciado con mi palma el mar de sus sentimientos.
Había volado en esos ojos que, aunque no eran azules, se habían convertido en mi cielo.
Había doblado en la curva de sus labios tantas veces, que dudaba si era la milésima o trigésima vez.
Me había perdido en la curva de su barbilla y me había arropado con sus cabellos por las largas noched de frío.
Me había recostado en su pecho para ver las estrellas.
Había tomado su mano como si fuese un puñafo de estrellas y lo había amado más que las cifras del infinito.