Capítulo lll. A través del páramo

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Mary durmió largamente y sólo despertó en el momento en que la señora Medlock le ofrecía pollo, carne fría, pan y mantequilla que había comprado en una de las estaciones. Poco después, la niña volvió a dormirse en su rincón, arrullada por el monótono caer de la lluvia que golpeaba contra el vidrio.

Ya empezaba a obscurecer y el tren se había detenido cuando sintió que el ama de llaves la remecía.

—Despierte —dijo—. Ya es hora de que abra los ojos. Estamos en la estación de Thwaite y debemos bajar del tren, aunque todavía tenemos un largo trayecto por recorrer.

La estación era pequeña y al parecer ellas fueron las únicas pasajeras que descendieron. El jefe de la estación se acercó amablemente a saludarlas y les dijo:

—El carruaje las está esperando.

Frente a la plataforma las aguardaba una berlina. A Mary le gustó mucho el carruaje, lo mismo que el elegante criado que la ayudó a subir y que, luego de cerrar la puerta, se situó junto al cochero. A la niña también le agradó el confortable y acolchado asiento, pero, como no quería volver a dormir, prefirió mirar por la ventana, ansiosa de observar el camino que la llevaría hasta ese extraño lugar al cual se dirigían. El ama de llaves se había quedado silenciosa. Aun cuando no era tímida y no estaba asustada, Mary sentía cierta aprensión ante lo que podía sucederle en una casa situada al borde del páramo y con cien habitaciones, la mayoría bajo llave.

Repentinamente le preguntó a su acompañante.

—¿Qué es un páramo?

—Si en diez minutos más mira por la ventana lo verá —contestó la mujer—. Antes de llegar a la casa tenemos que recorrer una cinco millas a través del páramo de Missel. Sin embargo, para ese entonces, estará obscuro y no podrá apreciarlo con claridad, pero algo logrará ver.

La niña no hizo más preguntas. En la obscuridad de su rincón esperó ansiosamente sin despegar los ojos de la ventana. A través de ella sólo podía vislumbrar ciertos detalles del camino con los rayos de luz que proyectaban los faroles colocados a ambos lados del carruaje. Luego de abandonar la estación, habían cruzado un pequeño pueblo de casas blanqueadas, en el que se distinguían las luces de la taberna. Pronto pasaron frente a la iglesia y la casa parroquial y cruzaron una o dos tiendas cuyos escaparates exhibían juguetes, dulces y una gran variedad de artículos. Al dejar el pueblo, se encontraron en la carretera a cuyos lados sólo se veían setos y árboles. Nada más despertó el interés de Mary durante el trayecto que le pareció muy largo.

Súbitamente, los caballos cambiaron de paso. Ahora marchaban con lentitud, como si fueran subiendo un cerro. Poco después, incluso los setos y los árboles desaparecieron de la vista. Como Mary no percibía nada, excepto la densa obscuridad que la rodeaba, se inclinó hacia adelante presionando su cara contra el vidrio. En ese momento, el carruaje se sacudió.

—¡Eh! Seguro que ya llegamos al páramo —dijo la señora Medlock.

Los faroles del carruaje alumbraban con una luz amarillenta el áspero camino que parecía haber sido abierto entre matorrales y pequeños arbustos, y que su superficie se extendiera hacia el infinito. Mientras tanto, el viento soplaba produciendo un sonido salvaje e impetuoso.

—Esto no es el mar, ¿verdad? —dijo Mary, volviéndose hacia su compañera.

—No, no lo es —contestó el ama de llaves—. Ni es campo, ni montañas; sólo millas y millas de tierra yerma en la cual nada crece, excepto el brezo, el tojo y la retama. Aquí viven sólo algunos mampatos y ovejas.

—Siento una sensación como si estuviera en medio del mar; al menos suena como si lo fuera —dijo Mary.

—Es el viento que sopla a través de los matorrales —dijo la señora Medlock—. A mí me parece salvaje y monótono, pero para muchas personas este lugar es muy hermoso, especialmente cuando florece el brezo.

Por largo tiempo siguieron su camino en medio de la obscuridad y aunque la lluvia se detuvo, alrededor del carruaje silbaban ráfagas de viento que producían extraños sonidos. El camino subía y bajaba y en varias ocasiones el coche cruzó pequeños puentes bajo los cuales corría el agua vertiginosamente. Mary tenía la impresión de que el camino no terminaría nunca, y que el ancho y desolado páramo era un extenso océano que cruzaban a través de una seca franja de tierra.

—No me gusta. De verdad no me gusta —se dijo, apretando firmemente sus delgados labios.

Al fin, después de subir una pequeña loma, atisbaron una luz. El ama de llaves suspiró profundamente con alivio.

Poco más tarde, el carruaje traspasaba las rejas del parque; pero aún quedaban dos millas por recorrer antes de llegar a la casa. El camino de entrada estaba bordeado de altos árboles cuyas ramas se entrecruzaban en la cima y daban la impresión de una larga bóveda.

Al salir de esa obscura avenida se encontraron en un gran espacio abierto. El coche se detuvo frente a una inmensa casa no muy alta, que parecía extenderse alrededor de un patio de piedra. En un comienzo, Mary pensó que la casa estaba a obscuras, pero, al bajar del carruaje, divisó una pequeña luz en una ventana del segundo piso.

La gran puerta de entrada estaba formada por curiosos y macizos paneles de roble adornados con enormes clavos y rematados de barras de fierro. Penetraron al vestíbulo.

Una débil luz daba una sensación irreal a los rostros de los retratos que colgaban de la pared y a las armaduras que lo adornaban. Mary prefirió no mirarlos. De pie sobre el suelo de piedra, la niña se veía más pequeña y exigua que nunca y ella, por su parte, se sentía perdida e insignificante.

Un hombre pulcro y delgado esperaba cerca del empleado que les abrió la puerta.

—Deberá llevarla a su habitación —dijo con voz ronca a la señora Medlock—. El no quiere verla, porque parte mañana a Londres.

—Muy bien, señor Pitcher —contestó el ama de llaves—. Siempre puedo actuar bien cuando sé lo que se espera de mí.

—Lo que se espera de usted, señora Medlock —dijo el señor Pitcher—, es que trate de no molestar al señor y que él no tenga que mirar lo que no quiere ver.

Luego de estas palabras, Mary Lennox fue llevada al segundo piso a través de una ancha escala. Después de recorrer un largo pasadizo, subir unos peldaños y atravesar varios corredores, llegó ante una puerta abierta. Adentro la esperaban el fuego encendido y la cena servida sobre la mesa.

El ama de llaves le dijo sin ningún miramiento:

—Bien, aquí la dejo. Esta habitación y la que sigue son el lugar donde usted vivirá. Y, ¡no olvide!, no debe moverse de ellas.

Así fue como Mary Lennox llegó a Misselthwaite Manor. Nunca en su vida se había sentido más contrariada.

El Jardín secretó (1910)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora