Capítulo XX. Viviré para siempre

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Tuvieron que esperar más de una semana antes de que Colin pudiera salir al jardín. Se sucedieron días ventosos y el niño estuvo a punto de coger un resfrío. Con anterioridad, este inconveniente lo habría puesto furioso; en cambio, ahora, con la diaria visita de Dickon y su charla sobre los tejones que moraban a orillas de los riachuelos, o sobre las ratas de agua y de campo en sus madrigueras, se sentía encantado escuchando todos esos detalles que conocía el encantador de animales.

Sin embargo, el mayor interés de los niños se centraba en hacer planes para la futura salida de Colin y ver la forma en que lo transportarían al jardín secreto. Pensaban que, luego de atravesar los matorrales y de asegurarse de que nadie los viera, tomarían el largo camino que circundaba el muro de hiedra.

A medida que pasaban los días, Colin estaba cada vez más decidido a conservar el misterio que rodeaba el jardín, pues consideraba que ese secreto era su mayor encanto.

Una mañana, Roach, el jardinero jefe, se presentó muy inquieto ante Colin. El no conocía al niño y sólo había oído los rumores que corrían entre los empleados.

—No se extrañe si encuentra dentro del dormitorio una casa de animales —le había dicho Martha.

Y, a pesar de que se lo advirtieron, casi retrocedió asustado al oír el graznido de un cuervo que lo observaba desde el respaldo de una silla. Colin, sentado en un sillón, tenía a su lado un corderito que movía la cola, mientras Dickon le daba la mamadera y una ardilla lo miraba desde su hombro. La niña de la India observaba la escena sentada en un piso.

—¿Así que usted es Roach, el jardinero? —le dijo observándolo de arriba abajo—. Lo he mandado llamar para darle unas órdenes muy importantes.

—Muy bien, señor —contestó el jardinero, mientras pensaba que ojalá no lo hicieran cortar todos los robles de la avenida, o transformar el huerto en un jardín acuático.

—Esta tarde saldré al jardín —dijo Colin—, y es posible que lo haga a diario. A las dos de la tarde no quiero ver a ningún jardinero cerca del camino largo junto al muro. Después enviaré un recado para que vuelvan a sus trabajos.

—Muy bien, señor —contestó el jardinero aliviado de no tener que hacer cambios en el jardín.

Colin, actuando como si fuera un raja, le indicó que tenía permiso para retirarse, pero que recordara cuan importantes eran las órdenes recibidas.

Al salir, Roach comentó a la señora Medlock que el niño parecía un joven lord por la manera de dar órdenes a los empleados.

—Así ha sido desde que era pequeño —dijo el ama—. El piensa que tiene derecho a mandar a todas las personas. Pero estoy segura de que si la niña de la India se queda en la casa, se encargará de enseñarle a valorar a sus semejantes.

Sentada junto a Colin, Mary se preocupó al verlo pensativo.

—¿En qué estás pensando? Tus ojos se agrandan cuando piensas.

—No puedo dejar de reflexionar en cómo será la primavera. Si alguna vez la vi, no la recuerdo.

A pesar de que Colin había vivido enfermo y encerrado, tenía más imaginación que Mary. Además conocía innumerables libros con ilustraciones.

—El día que me dijiste: "¡Ha llegado!", me sentí extraño. Pensé que las cosas saldrían como en una gran procesión, rodeadas de música. Fue por eso que te pregunté si aparecerían trompetas doradas.

—¡Qué gracioso! —dijo Mary—. Eso es exactamente lo que uno siente. Porque si todas las plantas, flores, hojas y pájaros pasearan juntos, habría una multitud danzando al son de la música.

Ambos rieron encantados con la idea.

Mientras la enfermera lo arreglaba, Colin trató de ayudarla. Este hecho la hizo comentar al doctor Craven que el niño se sentía más fuerte.

—Veré qué tal resulta la experiencia de salir —dijo el médico—. Vendré más tarde a saber.

Un robusto lacayo trasladó al niño en brazos y lo sentó en su silla de ruedas entre chales y cojines. Colin, como un raja, levantó su mano y dijo a los empleados:

—Tienen permiso para retirarse.

Ellos entraron en la casa riendo.

Dickon empujó la silla lenta pero firmemente mientras Mary caminaba a su lado. Colin, tendido, observaba el cielo que se veía muy alto y las pequeñas nubes blancas que parecían pájaros con las alas extendidas. El viento soplaba suavemente desde el páramo con una dulce fragancia.

Aunque no se divisaba ningún jardinero, pasearon de un sendero a otro según lo planeado, sintiendo el placer del misterio. Cuando al fin tomaron el camino del muro se sentían más excitados que nunca y por alguna curiosa razón hablaban sólo en murmullos.

Mary le fue indicando a Colin las etapas seguidas por ella hasta encontrar la puerta escondida: el lugar en donde Ben trabajaba, donde vio por primera vez al petirrojo y el punto preciso en que removió la tierra y apareció la llave. Luego, el momento en que se movió la enredadera y ella descubrió la puerta.

Sin poder contener su entusiasmo, Colin gritó:

—¡Quiero verlo! ¿En dónde está?

Mary se adelantó, movió la enredadera y Dickon dio un fuerte empujón a la silla, la que atravesó rápidamente la puerta.

Tan excitado estaba Colin, que se dejó caer sobre los cojines cubriendo sus ojos con las manos. Sólo cuando estuvieron dentro de las cuatro paredes y la puerta se cerró tras ellos, abrió los ojos mirando lentamente cada rincón. Poco a poco descubrió el velo verde de pequeñas hojas que se balanceaban. El pasto bajo los árboles y el gris de los sitiales de piedra. Aquí y allá resplandecían pequeñas manchas de variados colores y sobre su cabeza se extendía el rosa y blanco de algunos árboles, unido al revoloteo de alas y al zumbido que los envolvía junto a las diversas fragancias.

El sol caía tibio sobre el rostro y las manos de Colin, en tanto que, encantados, Mary y Dickon observaban lo diferente que se veía el color de su cara.

—¡Mejoraré! —gritó el niño—. ¡Mary, Dickon, mejoraré y viviré por siempre jamás!

El Jardín secretó (1910)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora