2.

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Thiago

Habíamos quedado en un jardín minúsculo que había delante de su casa. Un barrio humilde, escasamente iluminado y no muy recomendable para transitar de noche.

Ella salió de un portal, recogiéndose el pelo en una coleta, llevaba las puntas aún húmedas. Suspiraba sofocada, como si no supiera lo que era un ascensor desde hacía mucho o como si el transcurso de las horas le pasara factura y cargara unos intereses que pretendiera saldar a cobro revertido, conmigo.

Su pantalón corto revelaba más de lo que mi estómago podía permitirse, su vientre medianamente expuesto parecía no recordar que mi hijo había estado ahí y las ojeras bajo sus ojos ya eran un aviso de que su cansancio no me daría mucho margen.

Cuando la conocí era una chica incapaz de dejar de sonreír, inconmensurablemente positiva. Solía decir que ella no odiaba a nadie porque eso suponía dedicarle demasiados pensamientos a una persona que no los merecía y que la vida ya se encargaría de poner a esa persona en su lugar. Le gustaba viajar, tenía una paciencia admirable con los niños y, siempre que podía, ponía de manifiesto que ellos mantenían despierta su propia creatividad y le hacían creer que todo era alcanzable y realizable.

La primera vez que la vi no pude evitar mirar a los lados, no podía entender por qué no estaban todas las miradas a su alrededor puestas sobre ella. Tenía una belleza singular. No había más que pararse a mirarla. Tenía un atractivo, una sensualidad en sus gestos, que además no eran intencionados, que me obnubiló. Pude sentir como me temblaban las piernas, no podía mirarme los pies porque los veía muy lejanos y me mareaba sintiendo el corazón desbocado.

Tiempo después, uno de esos días en los que pensaba que la había conseguido olvidar, alguien me habló del Síndrome de Stendhal y en lo primero que pensé fue en ella. Ningún cuadro, ninguna escultura, ningún paisaje. En ella. Así fue como me di cuenta de dos realidades, de que no la había olvidado y de que cada vez que fuera a un museo, que viera una pintura, una postal, que mirara por la ventana de un avión, me acordaría de ella.

Sin preámbulos, ni saludos, se posicionó a un metro y medio de mí. Era tarde, casi medianoche y en la calle no había un alma. Tan solo el típico que había apurado hasta el último momento para sacar el perro y una mujer en camisón tirando la basura.

—¿De qué quieres hablar? —preguntó con la lanza preparada, en pie de guerra.

Di un par de pasos hacia un banco y ella me siguió, no sin antes refunfuñar un poco por lo bajo. Se sentó en el extremo contrario, rehuyendo en rotundo del más mínimo contacto físico y, tal como estaban las cosas, mi cuerpo también se resistía a pensar en el pasado, por momentos.

—No tengo tiempo para perderlo en tonterías —proclamó.

—Pedro no es ninguna tontería.

—Ahora te acuerdas —me reprochó.

Me había pasado varios años sin verla, creyendo que nunca lo haría, después de decirle que no podíamos estar juntos; mintiéndole; dejándola libre; dejándola equivocarse; vivir; comparar y ser feliz pretendiendo darle lo que ella merecía y asumiendo que no era yo.

Puede que me sintiera culpable por ello. Puede que la culpara a ella también de no haberme buscado lo suficiente. Puede que me sintiera culpable de haberme escondido, creyendo que sus intenciones eran otras. Puede que me doliera que ella no lo hubiera intentado mucho más, puede que le doliera que yo la hubiera dejado marchar, que no hubiera estado cuando me necesitaba.

Ella se armaba de valor para decirme que no me quería en la vida de su hijo, que también era mío. Sacaba pecho y me echaba a patadas, pero eso ya no servía de nada. Yo ya lo había visto y no había vueltas atrás, ese niño era tan mío como suyo, era tan nuestro como de ninguno. Necesitaba que pusiera de su parte, entendía que no era fácil para ella que apareciera de golpe en su vida, pero para mí también había sido difícil hacerme a la idea de que me había perdido cinco años de la vida de Pedro. Me había perdido cinco años en los que había pasado de tener el tamaño de una lenteja a llegarme a medio muslo. Me había perdido apostarnos a quien se parecería más. Me había perdido las noches de pañales mojados y llantos eternos, los biberones vacíos, los primeros pasos hacia mis brazos, la primera palabra, su primera sonrisa y un millar de cosas que no tendrían retorno, pero tampoco estaba dispuesto a perder más. Podía llegar a tiempo de la caída del primer diente, de su graduación de infantil, de que aprendiera a montar en bicicleta sin las ruedas de los lados, de que escribiera sus primeras líneas o leyera su primer libro.

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