3.

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Alicia

No sabía si reír o gritar «tierra, trágame». Thiago me miró arqueando las cejas en busca de ayuda, yo giré la cabeza mirando a otro lado, mientras me tapaba la boca con la mano, tratando de ocultar la sonrisa que se empeñaba en emerger en mis labios. Que se hundiera él solo en el fango.

Quería ejercer de padre. Pues él lo había querido. El que busca, encuentra y debe de atenerse a las consecuencias. Que se buscara las triquiñuelas y se las apañara él solo.

Si se pensaba que la crianza de un hijo era coser y cantar es que definitivamente no sabía dónde se estaba metiendo. Sacar a un niño adelante también era enfrentarse a menudo a preguntas que no sabías cómo responder, cuya respuesta también tenías que adaptar a su edad y muchas veces improvisar. Era cuestión de ensayo, error, intuición, y práctica, mucha práctica. No era ninguna competición, desde luego, pero ese factor jugaba en su contra e iba ganando.

Por otro lado, negándome a ayudarlo, lo estaba ayudando. A veces, no hay nada como verse solo ante el peligro para sacar las garras y enfrentarte a tus peores miedos. No tenía escapatoria. Ser cobarde no era una opción y, menos, cuando de tu coraje dependía un hijo.

—Verás —comenzó a decir él, buscando las palabras—. Cuando un hombre y una mujer... —Opté por interrumpir, no me gustaba esa explicación, ya veía por donde venía y la historia de que cuando dos personas se quieren, no había sido ni de lejos la nuestra, porque en lo que a mí respectaba, los sentimientos solo los había albergado una de las partes y no había sido él. Tampoco consideraba que fuera el momento de explicarle que las cigüeñas eran una leyenda.

—Cielo, tu padre y yo nos conocimos hace unos años, antes de que tú nacieras y decidimos que queríamos tener un bebé. —No estaba de acuerdo con mentirle, pero tampoco quería que pensara que no había sido deseado.

—¿Y por qué él cambió de opinión?

Mi intención había empeorado la situación, me había salido el tiro por la culata. Él me miraba con el interrogante en sus pupilas, me encontré metida hasta el cuello. Para ser franca, había decidido en silencio, para mí misma, posicionarme en una postura madura, más allá de que al tenerlo tan cerca el disfraz de la chica que lo conoció y quedó hecho jirones se abrazara alrededor de mí.

Necesitaba demostrarme y demostrarle que yo ya no era la joven que acababa de salir de la adolescencia. Necesitaba convencerme de que era fuerte y que había evolucionado, que ya me había curtido la vida, sin tregua, ni trinchera, ni campamento donde bajar la guardia, pero que, por suerte, tenía una bandera por la que seguir intentándolo. Mi patria era ese medio palmo de ciclón inquieto que siempre llevaba orbitando alrededor de mí. No buscaba hacer las paces porque, probablemente, hacerlas suponía bajar la guardia y yo aún no me había recuperado de la última puñalada trapera. Puede que algún día me convirtiera en Suiza, pero no para volver a ella.

—No sabíamos que al final habíamos conseguido que estuvieras en mi barriga. Él se tuvo que marchar y yo no lo encontré para contárselo.

Parpadeó un par de veces asimilando mi respuesta, se levantó de su silla y se sentó sobre mis piernas. No pidió permiso porque sabía que yo no lo rechazaría y tampoco lo hacía a menudo en público, ya empezaba a importarle lo que pensara la gente de él y quería distanciarse de esa proyección de niño pequeño, más allá de que para mí lo sería siempre. Había crecido en los últimos meses una barbaridad. A ese paso, alcanzaría mi altura en poco más de un lustro.

Desde que vivíamos en Barcelona, había empezado a comer mejor, a descansar mejor y yo creo que también tenía que ver bastante con la tranquilidad que yo misma tenía al haber vuelto a mis raíces, que él asimismo la sentía y la hacía suya, permitiéndole ganar centímetros y peso a pasos agigantados, brindándole una salud de hierro.

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