UNA PARA LA MELANCOLÍA

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Algunas lecciones se aprenden por las malas. Sin importar cuántas advertencias recibas, sin importar cuántas veces te digan que no, tienes que quemarte antes de darte cuenta de que quizá mamá sabía de lo que hablaba cuando te dijo que el fuego es caliente. La mayoría de los niños caerán en cuenta después de uno -o quizá dos- tropiezos y ajustarán su comportamiento. ¿Pero Graham? Graham era una mierdecilla.

Fue un buscapleitos desde que salió del vientre; casi asesinó a mi hermana en el parto. Para ser justa, casi se mató a sí mismo también, pero mientras se recuperaban, el daño emocional que causó en Patty no era algo de lo que alguna vez se iba a poder recuperar. En su mente, casi perder a su pequeño niño bebé lo transformó en una criatura eternamente frágil que requería atención y devoción constantes. No se percató de sus dos hijas mayores que perdieron el amor de su madre o la manera en la que su favoritismo las alienaba de su hermano.

Patty solo tenía ojos para Graham.

Fue lo mismo a lo largo de su escuela primaria hasta la escuela secundaria. El resultado, como uno podría adivinar, fue un niño de mami obstinado con una cualidad de engreimiento igual de ancha que de larga. Tratar de hacer que siguiera las reglas era un dolor de cabeza, observarlo maltratar a sus hermanas era un dolor de cabeza. ¿Y si alguien le decía algo acerca de su mal comportamiento a Patty? Prepárate para un sermón.

«¡No lo entiendes! -chillaba-. ¡Graham no tuvo la intención de hacer nada malo! ¡Quizá sus hermanas empezaron! ¡Es un niño sensible, déjenlo en paz!».

Era una sucesión infinita de excusas con Patty. Tratar de hacer al niño entrar en razón directamente era incluso peor.

«¡No me puedes decir qué hacer! ¡No tengo que hacerte caso! ¡No eres mi jefe!».

Menos mal, niño.

Para cuando se graduó de la escuela secundaria, había inflado una cantidad sustancial de deudas a nombre de sus padres después de haberles robado sus tarjetas de crédito. Había estrellado más de un carro que le habían dado como regalo, y casi había incendiado mi casa después de que no lo dejé llevarse mi laptop nueva a la universidad. Dijo que esto último había sido un accidente, que no había pretendido botar la candela y quemar mis cortinas, y yo le dije que tampoco fue en serio cuando le partí la madre y lo dejé en el hospital accidentalmente.

Sí, me pasé de la raya y golpearlo no iba a resolver nada de todas formas, pero se sintió bien haberle quitado esa sonrisa pretenciosa de la cara mientras su mamá me gritaba por haber sido abusiva.

Como dije, mierdecilla.

Pero Graham nunca la cagó realmente hasta su fiesta de despedida. Fue a finales de agosto, justo antes de que se fuera de viaje hacia la universidad, y yo estaba tan feliz de ver que se fuera, que opté por ser la anfitriona de la fiesta en mi casa incluso sabiendo que bien podría incendiármela. Mi familia se había reunido para celebrar en el patio trasero con una barbacoa y unos cuantos regalos, y, sorprendentemente, todo había despegado bastante bien. Hasta sus hermanas, Franny y Ellen, habían decidido asistir, a pesar de que tuve que sobornarlas con cantidades copiosas de alcohol.

Estaba sentada en mi pórtico con las chicas, escuchándolas hablar sobre tener que prepararse para sus últimos años en la universidad, cuando un graznido estridente interrumpió a Ellen a la mitad de su oración.

-¿Qué fue eso? -preguntó, mirando de reojo hacia el sonido.

-Probablemente las urracas -dije-. Tienen un nido en uno de los árboles. Malditas ruidosas.

Para ser honesta, amaba a esos pequeñas cabronas. Es uno de los animales más inteligentes del planeta, demasiado ruidoso, y una gran molestia cuando estaba tratando de hacer la jardinería bajo su árbol si se sentían territoriales, pero, en su mayoría, teníamos un entendimiento. También me recordaban a mi difunta abuela, una vieja supersticiosa que me había dicho constantemente cuando era niña que siempre respetara a tres cosas por encima de todo lo demás: a Dios, a tus mayores y a las urracas. No te convenía quedar mal con un ave que podría traerte nada más que una suerte terrible, o al menos eso solía decirse.

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