TÍA CASCABELES

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Tía Cascabeles en realidad no era mi tía, ni la tía de nadie, de hecho. Ni siquiera estoy seguro de si tenía una familia propia en lo absoluto. Simplemente era así como todos se referían a ella. Tía Cascabeles había sido una constante en el vecindario desde mucho antes de que yo naciera, y no existía una sola persona que —al menos— no hubiera oído hablar de ella.

Era algo así como una leyenda viviente: la vieja arpía fanática de los gatos, sin los gatos. No era inusual ver por tu ventana, en el silencio de la noche, y divisar a Tía Cascabeles movilizándose calle abajo, con su gran bastón para caminar aferrado a una mano y su indomable cabello blanco destellando bajo la luz de la luna. Y si no la veías, la escuchabas. Tía Cascabeles obtuvo su nombre por los brazaletes que usaba en ambas muñecas: tiras de cordel que atravesaban un número incontable de cascabeles diminutos que tintineaban con cada uno de sus movimientos.

La primera vez que la vi, aún era una niña pequeña. Mi familia se acababa de mudar al vecindario y yo estaba jugando en nuestro patio frontal mientras mi mamá desempacaba en el interior.

Tin, tin, tin.

El sonido, tan gentil y cautivador, no se equiparaba a su fuente. Cuando alcé la mirada, me hallé observando a lo que solo podía ser una bruja malvada de mis cuentos de hadas. Vestida con harapos pesados y negros, tenía ojos pequeños, redondos y brillantes, y una nariz torcida. La Tía Cascabeles se había quedado quieta al pie de nuestra acera y solo me estaba observando; cualquier expresión se perdía en las arrugadas marcadas de su rostro.

Con la certeza total de alguien que está a punto de ser atraído hacia una casa de jengibre y devorada, empecé a llorar, lo cual inmediatamente convocó a mi madre afuera de la casa. Para cuando me había alcanzado, la Tía Cascabeles se había marchado más adelante por el camino.

Esa noche, cuando escuché el tintineo de cascabeles a través de mi ventana abierta, me eché la sábana por encima de la cabeza y mantuve mis ojos apretados hasta que la percusión se disipó en la distancia.

Tuvimos nuestra primera presentación formal con Tía Cascabeles en la fiesta del vecindario una semana más tarde. Ella no fue invitada —o, al menos, no asistió—, pero aun así la vimos yendo de paso lentamente mientras aventuraba su mirada por sobre todos los niños pequeños que estaban corriendo por los alrededores. Mi mamá frunció el ceño y se giró hacia nuestra vecina, Betsy.

—¿Quién es ella? —le preguntó, virando la cabeza en dirección a la anciana.

—Ah, no te preocupes por ella. Solo es Tía Cascabeles.

—¿Familia tuya?

—No, nada más es un apodo. ¿Sabes? Ni siquiera estoy segura de si conozco su nombre real.

—Sea como sea que quieras llamarla, ¡es inquietante!

Betsy se rio.

—Es inofensiva, solo un tanto excéntrica.

—No me gusta cómo está viendo a los niños.

—Nunca hemos tenido un problema con ella.

Mi mamá hizo un sonido de disgusto desde el reverso de su garganta y me alejó de la línea de visión de Tía Cascabeles.

A pesar del disgusto inicial de mi mamá, Tía Cascabeles en realidad nunca causó ningún tipo de problema. Y aunque tomó un tiempo para que superara su perturbación inicial con ella, nunca nos molestó y nos acostumbramos a verla por los alrededores a todas horas. Conforme crecía, incluso empecé a sentir lástima por ella. Ahí estaba esa mujer anciana que nunca pareció haber tenido ningún amigo o familia que cuidara de ella y solo se la pasaba vagando por el mismo vecindario en el que aparentemente había vivido toda su vida.

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