Contracorriente

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Jimena, con las manos llenas de arena, pegaba su cuerpo menudo al fondo del mar. La noche caía lánguida y sin dolor sobre su cabeza. La ciudad, durmiente, con hombros hundidos y grillos en el lomo, esperaba la hora de morir.

Siete, ocho, nueve, diez.

Jimena acumulaba los segundos en las rodillas enrojecidas, hincadas en la arena. Algas marrones y pequeñas le hacían cosquillas en los tobillos cada vez que la corriente marina la zarandeaba, suave y fría. Sumergida en esa oscuridad, sometida al limitado oxígeno de sus pulmones, sintió que todos los terrores del mundo podían sucederle a la vez. Sin embargo, se dejaba deshacer.

Catorce, quince, dieciséis.

El latido de su corazón se volvió el único sonido del mundo. Cada vez latía con más brusquedad. Se imaginó los escupitajos de sangre como magma fulgurante. Nada importaba más para ella que los puñados de arena que atrapaba entre sus manos. Si tan solo pudieran tragarla, contagiarla y volverla un millón de granos. Quizá así podría quedarse para siempre, quieta, hecha a los siglos.

¿Y si hay tantas formas de amar como ojos en el mundo? Jimena pensaba que nunca encontraría a alguien que le amase como ella quería. Por eso sonreía de mentiras, así, como pequeño.

Veintiséis, veintisiete, veintiocho.

Jimena tenía pánico a la limonada, a las canciones electro y a pillarse la uña de algún dedo de la mano con una puerta. Algunos miedos son comunes y otros tan extraños.

Treinta y tres, treinta y cuatro.


Vuelta al aire.
Dolor de oídos y una canción en la cabeza. ¿De quién era la canción? ¿Dónde la había escuchado? Daba brazadas desorientadas hacia la orilla. La marea le azotaba con cariño las mejillas y los músculos de la espalda le tiritaban. El agua estaba demasiado fría, ya no lo soportaba. Y ella, ¿a cuántos grados le temblaban los intestinos?

Llegaría a casa, se disculparía con Román. Antes de entrar en la ducha, mojada, con sal en las pestañas, y arrepentida, le pediría perdón por haberle gritado aquellas cosas horribles. Después pondrían una canción alegre a todo volumen en el salón. Bailarían hasta que el ataque de risa le produjese dolor en la barriga.

En medio de esos pensamientos, a contracorriente, Jimena nadaba, nadaba y nadaba.
Pero nadaba sin mar.

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