–Te he pedido otro. Si no lo quieres, me lo bebo yo.
Barbara levanta suavemente su ceja izquierda y señala los roncolas servidos en vasos de tubo. No espera respuesta y apura un trago largo de su vaso. El ambiente decadente y pringoso del bar transporta a Xaviera a una irrealidad que le conforta. Se sienta frente a Bárbara, pisando sin querer una de las tantas servilletas de papel hechas bola bajo la mesa grasa y cuadrada. El suelo está pegajoso y espolvorea serrín. Hay un televisor de plasma colgado de una de las paredes, está prendido y sin volumen. A esas horas ofrece vídeos musicales de los años noventa. Para rematar el ambiente vetusto del bar, no podía faltar el olor a pan frito y filete a la plancha que se escapa de las cocinas. Un señor, sostenido por la barra del bar, de voz ronca y entonación acibarada, comparte a gruñidos su última tragedia personal, sin importar quién escuche o quién conteste. Es imposible no oírle. Bárbara le observa por un rato, suelta una carcajada ante el nuevo aúllo del hombre y vuelve sus ojos fijos en Xaviera. Esta, que desde el primer minuto ha fingido no percatarse del escándalo del hombre, sumerge sus ojos en el borde de su roncola mientras juega con el rocío que empaña el tuvo del vaso. Limpia con las yemas de los dedos varias gotas que resbalan, evita que se unan al charco que dibuja un círculo perfecto y acuoso en el posavasos de cartón. Aprieta sus labios, mordiéndose la lengua y trepa con su mirada por los rasgos de Bárbara. Sus miradas se encuentran.–¿Te apetece algo de cenar?
Xaviera se encoge de hombros.
Al poco tiempo, media ración de torreznos fritos y dos pinchos de tortilla aterrizan entre los vasos medio vacíos. Bárbara no tiene apetito.–¿Qué piensas de Carlota?
–¿Carlota la...?
–Sí, Carlota. ¡Carlota! –Bárbara arrastra cierto asco en sus palabras. La psicóloga no le agrada–. Es una mala persona. Te juro que hace años que no me encuentro a semejante bicho. Por ejemplo, ¿a ti te parece medio normal lo que ha hecho hoy con Borja? –habla de Borja con una consideración que chirría–. Es mala. Idiota no es, así que dime tú, ¿por qué le ha hecho eso? –se desquita con un fuerte bufido–. Tiene la sensibilidad en el culo. Siente, caga y piensa con la misma parte del cuerpo y eso no puede ser. No puede ser –sentencia.Xaviera recibe el ácido de sus palabras sin pasmarse. La boca de Bárbara se da de lleno contra la roca de hielo y la rodaja escuálida de limón. Deja el vaso bajo mínimos y pinza con los dedos un torrezno. Tiene intención de comérselo, pero no es capaz y lo regresa al plato. Xaviera tiene un gesto tranquilo. Espera. Espera algo. Espera a alguien. Al ente. Hace horas que no lo ve.
–¿Todo bien por aquí? ¿Algo más, chicas?
Una mosca revolotea por la cara del camarero. Xaviera lo despide con una negativa de cabeza. Bárbara ni siquiera lo mira.
–Come, anda –ordena Bárbara a Xaviera. Esta, como si no pudiera resistirse a todo cuanto dice o hace Bárbara, agarra uno de los dos tenedores al azar, aún envueltos en servilletas de papel, acostados a lo largo de la panera poco surtida de pan. Parte el pico de su trozo de tortilla, esponjosa y recalentada. El huevo cuajado y los trozos de patata ceden. Se lo lleva a la boca y traga, sin apenas saborearlo.
–¿Qué haces esta noche?
Xaviera, con el carrillo copado, se toma su tiempo en responder.
–Irme a casa, supongo.
–Nada de eso.
El hechizo parece extenderse y Xaviera asiente, sometida su voluntad. Bárbara está especialmente hermética esa noche. Tiene los ojos saltones por la indignación y le sangra el labio inferior a causa de los pellizcos que se ha estado infligiendo para mantenerse callada durante la sesión en el centro cívico. Xaviera se pregunta si alargarán cada martes sus encuentros en ese bar. La idea no le disgusta. Se está acostumbrando al halo de cumpleaños echado a perder que desprende Bárbara sentada en esa silla. ¿Serían amigas de haberse conocido en otras circunstancias? Probablemente no. Termina con su porción de tortilla y engulle lo que le queda de la rebanada de pan. Coloca el tenedor sobre el plato lleno de migajas y se limpia las comisuras de los labios con la tirantez de una de las servilletas de la panera.
–Anda, cómete la mía. Tengo un asco que no se me va a quitar en días –Xaviera mira con interés los torreznos y se acerca el plato redondo y blanco donde descansa la ración de tortilla de Bárbara. Empieza a dar cuenta de él–. Conozco un karaoke que abre a las once. Hay tiempo. No sé si el bus pasa a las menos cuarto. Nos la jugamos. Va, termina. Voy pagando.
Xaviera mira los torreznos. No piensa dejarlos encima de la mesa, mustios y grasientos, así que extiende las servilletas con las que cuenta y empieza a envolverlos en pequeños paquetitos para meterlos en el bolso.
El camarero las espía mientras se apoya en la barra. Bárbara llega hasta él, suelta un billete y espera a las vueltas. El camarero se arranca una pequeña risotada –cargada de deseo sexual– y las despide con la esperanza diminuta de verlas la próxima semana cruzar la puerta del bar.Xaviera decidió comentar –a los cuatro días de recibir las visitas frecuentes del ente– el asunto con su amiga Rosi.
Rosi trabaja con ella en la perfumería. Alguna que otra vez, Rosi había leído la mano a una de las compañeras, y ,en cierta ocasión, comentó haber consultado a una tarotista famosa. A Xaviera todo aquello le había parecido siempre una tomadura de pelo. Pero ver espíritus eran palabras mayores. En la media hora del descanso se fueron al almacén y Xaviera le escupió todo lo que se había callado en esos días.
Rosi, incrédula, miró a su alrededor:
–¿Está aquí?
Se refería a la presencia. Xaviera negó con la cabeza. La luz excesiva y desbordante de la perfumería parecía mantener alejado al ente. Jamás lo había visto en el trabajo. Fue entonces cuando Rosi le habló de una compañera suya del colegio, Bárbara.
–La pobre ha perdido hace poco a su madre. Si vieras cómo lo ha pasado... casi se vuelve loca –Xaviera la escuchaba, sin saber muy bien qué tenía que ver la tal Bárbara en todo aquel asunto. La puerta del almacén entrecerrada, el olor a polvo, las cajas amontonadas a su alrededor, y el zumbido constante de uno de los neones del techo, le crispaban por segundos–. Un día Bar vino a mi casa. No sé qué hora era, pero yo acababa de acostar a Óscar, ya sabes lo que me cuesta dormir a ese niño... Si la vieras, vino hecha un manojo de nervios. ¡Para no! –la voz de Rosi se volvió un susurro alarmante y Xaviera tuvo que acercarse para poder escucharle–. Se conoce que la madre se le había aparecido en medio del salón. Así, de pronto. No voy a contarte lo que andaba haciendo Bárbara. Eso es parte de su intimidad. Pero puedes imaginarte –Xaviera no se imaginaba nada, quería que esa estúpida historia terminara cuanto antes–... Desde ese día dice que la madre no se la despega. La sigue a todos lados. La trae asfixiada –La última frase se le había hecho tan chiquitita en la boca que Xaviera apenas la escuchó–. Te voy a dar su teléfono.Después de una llamada breve, Bárbara y Xaviera se citaron en el centro cívico, el martes a las ocho y cuarto. Xaviera no había estado nunca en esa parte de la ciudad. Llegó cinco minutos tarde y Bárbara, con el cigarrillo prendido consumiéndose entre sus labios, la fulminó con la mirada:
–Llegas tarde.
–Lo siento, me he perdido.
Entraron al edificio. Xaviera estaba algo aturdida, pero siguió a Bárbara hasta la segunda planta. No se había deshecho aún del cigarrillo. Antes de llegar a la puerta de la sala, aplastó la colilla en el borde de la papelera que había junto a la puerta y agarró a Xaviera por el codo, enfrentándole.
–Bien, este es el trato: yo te ayudo con lo tuyo, pero tú tienes que venir a esta mierda conmigo cada martes. No puedes decirle a nadie que nos conocemos.
–Es que no nos conocemos...
–Pues eso.
Xaviera, algo violentada, abrió la puerta pero no se decidía a entrar. Las dos se miraban. Pepa, correteaba por el pasillo, con sus gafas siempre resbalando por el puente de su nariz. Apurada, cruzó el umbral entre las dos, saludó a Bárbara y se acomodó en una de las sillas. Las dos siguieron a Pepa hasta el círculo. Xaviera, con cierto pánico en las pupilas, apretó su bolso contra el costado. Olía a miedo. Bárbara dejó pasear una risa de compasión.
–Tranquila. No tienes que decir mucho. Hoy, como es tu primera sesión, no te van a preguntar. Y si lo hacen, improvisa.En ese momento, Carlota apareció, todos se volvieron a ella y guardaron un incómodo silencio. La psicóloga desprendía un inconfundible olor a mandarina. Ya eran las y media y faltaban dos sillas por ocupar.
–Bienvenidos todos a nuestro pequeño círculo del duelo –martilleó la frase, por encima del taconeo de sus bailarinas.
Se sentó en una de las sillas libres y repasó con la mirada el círculo. Todos –menos Xaviera– saludaron monótonos y a coro. Carlota les sonrió y reparó en la nueva cara.
–Por lo que veo, tenemos una nueva compañera con nosotros.
Xaviera, al saberse observada, sintió que la nausea apretaba los nudillos en el velo del paladar.
–Hola –musitó.
–Hola. Yo soy Carlota, y ya irás conociendo a todos los demás, ¿vale? –comprobó su reloj de muñeca y miró hacia la puerta–. Nos alegra tenerte con nosotros. Mientras esperaremos unos minutillos más a ver si Luis y Carmen llegan, cuéntanos algo sobre ti.Nuevo amanecer: caminamos a tu lado.
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Gracias por venir
ParanormalUna mañana Xaviera se despierta con la presencia de un ente paranormal a los pies de su cama. En el camino por descubrir la identidad de la presencia, conoce a Bárbara, una extraña mujer que afirma ver a su madre, fallecida hace meses por una larga...