Nuevo amanecer

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La araña sube por la pared –gorda y errática–. Sus ocho ocelos se quedan dudando antes de llegar de puntillas al techo. Se acaba de dar cuenta de que algo más respira en la habitación. Ocho patas coordinadas, con velocidad amenazante, imperceptibles al oído humano. A veces la medida de las cosas es lo único que doma los terrores.
El silencio es espantoso. Por eso el insecto enjuto se atreve a cruzar la sabana de escayola y plantarse en las alturas.

Bárbara, sentada a la izquierda de Xaviera, amputa la impaciencia sacándose parte de la uña de su dedo gordo con los dientes. Ronca sonoramente para hacerse notar. No soporta la voz aguda de Carlota, que trata de calmar a Borja –a tres sillas de ella– con un forzado aire maternal.
–Borja, ¿recuerdas lo que hablamos la sesión anterior? El dolor es un derecho. Tenemos que hablar del dolor, porque si no, se queda dentro. Y esa pequeña bolita se hace cada vez más grande. Saca ese dolor. Sácalo.

Sacarlo fuera, como si se tratara de hipo. Bárbara mira de reojo a Xaviera, que se encoge de hombros pinzándose la nariz para asfixiar la incomodidad.
Nuevo amanecer. Cada martes sesión a las ocho y media de la noche. Todas las semanas siete extraños se espían de forma intermitente, sentados en unas sillas incómodas, la mayoría de ellas cojas de una pata, en círculo, escurriendo el hueco de sus miradas en la punta de los pies.

Borja moquea con la boca entreabierta, algo atolondrado.
–Yo...
Se anuncia, titubeante. Bárbara acaba por escupir con fuerza el trozo de uña al suelo, y se peina con los dedos de la mano las puntas de su melena oscura, nerviosa. La úlcera, piensa Xaviera. La úlcera le borbota como puré de niño.

Borja no se atreve a terminar la frase y gasta el siguiente minuto en un sollozo largo y torpe. Bárbara no lo aguanta más, agarra su bolso colgado del respaldo de la silla y se levanta.
–Lo siento, tengo que coger el autobús.

La disculpa toma forma sin intención. Hace un cuarto de hora que la sesión ha finalizado, pero se han quedado atrapados en un sentimiento forzado de buena educación. Hasta ese momento, nadie de los presentes ha hecho el esfuerzo de abandonar la sala. Tampoco consiguen dominar el rechazo que sienten por la llantina fastidiosa de Borja, ni siquiera Carlota, la psicóloga a cargo de la sesión. Al ver a Bárbara levantada de su silla, boquea alivio. El grupo le parece constreñido. Le deprime.
Se imagina en una oficina en el departamento de Recursos Humanos de una multinacional, con horarios convencionales y un salario decente. El espasmo involuntario de una sonrisa le hace sonrojar.

Borja se reclina, doblándose y tosiendo. La araña escapa. El compañero sentado a la derecha de Borja, le pone la mano en la espalda y frota suavemente. Borja no soporta el roce por encima de su polo naranja de mangas cortas, y sale despavorido de la sala.
Bárbara, con el bolso colgado del hombro y el rostro colmado de alivio ya no tiene prisa por marcharse. Se acerca a la oreja de Xaviera y le susurra que le espera en el bar del martes anterior. Xaviera asiente y se demora a propósito. Es la última en levantarse de su silla. Mientras, por el rabillo del ojo, ve a Bárbara salir por la puerta, con un contoneo de caderas parecido al de una pantera vieja pero monarca.
–Sabina –le llama Carlota. Xaviera se queda parpadeando con incomodidad–, no te vayas.
La sala del centro cívico huele a tuberías. A veces, como en ese instante, quedarse quieta resulta desagradable. Xaviera mira a la puerta. Bárbara ya se ha ido. Carlota parece querer decirle algo importante pero Pepa las interrumpe.
–Hija –Pepa es la más mayor del grupo, rechoncha y de carrillos sofocados–, te he traído la estampita que te prometí de la Madre Esperanza –Saca de su cartera una estampa en la que aparece una afable mujer de mirada bondadosa y colmada. Una toga le cubre el pelo. Xaviera se queda con los ojos colgados en la imagen, con el impulso de dar un paso atrás y dejarlas solas. Carlota se adelanta en su intención y le ase del brazo, atrapándola con sus garras de halcón prevenido–. Se la das a tu madre. Tiene que llevarla siempre encima. Vas a ver que se pone buena. Que le pida, que le pida a la Madre Esperanza y le encienda una velita. Vas a ver...
Pepa evita resbalar con su pena mientras se despide de las dos. Su hermano, un año menor que ella, murió hace ocho meses mientras manejaba una maquina pesada en el trabajo. Le quedaban tres meses para jubilarse.
–Pobre mujer –La frase de Carlota es un requisito para continuar con la conversación. No lo piensa de verdad–. Oye, Sabina –Xaviera es incapaz de corregirle. Lo pronuncia con tanta seguridad, que sería hasta de mala educación–, ¿te sientes cómoda en las sesiones?
–Sí.
–¿Sí?
–Sí, sí.
Carlota medita la insistencia de Xaviera. Quiere traspasarle –sin éxito–, con sus ojos ovalados, algo separados y que dan al traste con la simetría de sus rasgos. Se le ha vuelto un incordio innecesario los martes por la noche.
–No sé, como siempre estás callada –Carlota apoya su mano diminuta y cálida sobre el hombro de la joven–. Me gustaría que participaras, que te implicaras un poco más.
–Ya...
Los ojos de Xaviera de vuelta a la puerta, al bar de la esquina.
–Sé que a veces cuesta abrirse pero, si no te sientes cómoda, quizá te vendría bien tener una sesión individual.
*Nuevo amanecer* le ayuda a superar su duelo.
–¿Qué? No, no, por favor.
Carlota ni siquiera recuerda qué familiar ha perdido Xaviera.
–Lo importante es: ¿tú lo llevas bien?
Xaviera esconde los ojos. Cree que si Carlota sigue examinándola bajo esa luz templada de neón parpadeante, acabará por descubrir que es una intrusa sin luto.
–Tengo que irme.
Una de las cosas que ha aprendido es que la gente que sufre, que sufre de verdad, no se excusa. Solo huye. Y eso hace ella: correr en pasos rápidos hacia la salida, asfixiada por la repentina atención de la psicóloga en ella.

Era aún temprano cuando todo empezó para Xaviera. Una mañana de principios de verano. Los sonidos de la calle eran tímidos, apenas acertaban a desperezarse. La luz irrumpía por los huecos del estor con poca fuerza y una brisa fresca hinchaba el dormitorio del apartamento.
Xaviera había abierto los ojos y alargaba su mano buscando el reloj de la mesilla de noche para comprobar la hora. Entonces lo vio. Pero no con los ojos. Estaba a los pies de su cama, estático, sin forma definida. El ente apareció –sin anuncio– en la vida de Xaviera.
No hubo susto. Solo la certeza de que no se marcharía. Xaviera se tapó con la sábana, despacio, distraída, con la piel erizada. Se quedó con la vista fija en la presencia. Podrían haber sido solo dos segundos o una hora completa, era difícil saber cuánto había estado recostada, memorizando la silueta del ente.
Un bocinazo en la calle le sobresaltó. Miró hacia la ventana, como un acto reflejo. El estor ondeaba, chasqueando el marco de la ventana. Al regresar sus ojos a los pies de su cama, el ente ya no estaba. No con ella. No en la habitación.
Pero volvió.
Volvió después del desayuno.

Nuevo amanecer, renacemos contigo.

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