UNO

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No es fácil imaginar la vida antes de Jimin. A veces me siento aquí por horas, sumergido en el pasado, tratando de recordar cómo era esa vida, pero no consigo llegar muy lejos. En verdad no me veo sin él. Lo más que alcanzo a recordar es la última media hora antes de conocernos, los últimos momentos de mi existencia pre-Jimin, cuando yo era sólo un chico… sólo un chico en un tren, un chico con un bulto en la muñeca, un chico con un gorro negro estrellado.
Era inocente en aquel entonces.
Sólo un chico.
En un tren.
Con un bulto en la muñeca.
Y un gorro.
Ese mundo era todo lo que por entonces necesitaba conocer.

Fue el jueves seis de febrero, cerca de las cinco de la tarde. El tren a Londres iba casi vacío. Los trenes que pasaban en dirección opuesta iban atiborrados de gente sudorosa que venía del trabajo y se dirigía a casa después de una ardua jornada.
Conmigo sólo viajaban dos obreros, un tipo ebrio y trajeado, y un grupo de chicas parranderas que iban temprano hacia su noche en la ciudad. De hecho, no vi a las chicas —venían sentadas en algún lugar detrás de mí—, pero podía escucharlas reír, charlar y chillarse unas a otras para que todos notáramos cuánto se divertían. Era difícil no oírlas, y menos aún cuando empezaron a cuchichearse a todo volumen…

—Lo hubieras visto, Jen: ASÍ…
—¡No!
—Casi me muero, amiga…
—¡Jeeeeeeeee!

En cuanto las chicas subieron al tren —una parada después de la mía—, me sumí en mi asiento y giré la cabeza hacia la ventana. Estaba seguro de que no podían verme —se habían situado hasta el fondo del vagón y yo estaba en la mitad—, pero no quería arriesgarme. Ya saben cómo es eso: son seis contra uno y vienen todas arregladas, llamando la atención, y traen ya algunos tragos encima… y tú llevas un gorro nuevo con el que no te sientes muy cómodo, así que de entrada te sientes un poco cohibido… y sabes lo que sucederá si te ven: dirán algo o harán algo —por pura diversión—, y comenzarás a sentirte avergonzado, y eso las alentará a decir algo más, y entonces te sentirás más avergonzado…
Bueno, como sea, eso es lo que hice cuando las chicas subieron al tren. Me sumí en mi asiento y me puse fuera de su vista; apoyé la cabeza contra la ventana y miré el mundo desfilar ante mí.
Aún ahora lo miro.
No había mucho que ver en la luz grisácea: bloques de edificios a lo largo de las vías, condominios, empacadoras, parques, luces de ciudad parpadeando a lo lejos…
Después de un rato me descubrí mirando fijamente al vacío y escuchando traquetear el vagón al ritmo de los durmientes: duca-dah-dum, DAC-dah-dum, duca-dah-dum, DACA-dah-dum… Componía canciones en mi mente.
En ese entonces siempre hacía eso: componía canciones, entonaba canciones en mi cabeza, soñaba la música…
Aquello me daba ánimos.
Aquello solía significar algo. Algún día, con suerte, volverá a significar algo.

Mientras el tren se aproximaba a la estación de Liverpool Street, yo seguía mirando fijamente por la ventana y escuchaba los sonidos del vagón. Por el altavoz alguien nos recordó que no dejáramos nuestras pertenencias en el tren. Las chicas se burlaron de aquel acento asiático. Los pasajeros se pusieron de pie, recogieron su equipaje, se prepararon para salir. Rodamos lenta y ruidosamente a través de un viejo túnel de ladrillo lleno de cables, alambres y desperdicios junto a las vías. Había pequeñas cuevas oscuras en la pared del túnel, diminutos arcos de sombra, como túneles dentro de otros túneles. En algunas de esas cuevas pude ver estatuillas: extrañas figuras desmoronadas, sepultadas entre los ladrillos, con los rostros ajados por el clima y rodeados de hierbas moráceas. Mientras me acompañaba el retumbar del tren, me pregunté ociosamente qué serían: ¿adornos antiguos?, ¿reliquias?, ¿deidades ferroviarias? Y qué estarían haciendo ahí. Digo, ¿por qué colocar estatuas en un túnel?

Aún pensaba en eso cuando el tren redujo su marcha hasta apenas arrastrarse, la oscuridad se disipó y rechinamos hasta detenernos bajo la estéril luz del andén de la estación.
Pshhh…
Doooonk.
Aaaahhh.

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