DOS

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El tipo negro que se sentó entre nosotros tenía los ojos más vacíos que haya visto jamás: vacíos de emociones, vacíos de corazón, vacíos de todo excepto de sí mismos.

Era un hombre alto, medía como dos metros, tenía una cabeza pesada, el pelo cortado a rape y una barba de pocos días que parecía quemada. Su rostro era una máscara mortuoria.

Ni siquiera me miró. Sólo se sentó y se quedó mirando fijamente a Jimin. Sus ojos lo atravesaron. Él ya no estaba ahí. Era un fantasma. Ojos parpadeantes, labios que se movían nerviosos…
—Hey, Iggy —comenzó a decir.
—¿Qué haces? —le dijo él.
Su voz era negra y dura.
—Nada —sonrió—. Sólo estaba…
—No me digas que nada.
—No, bueno, no quería decir que…
—¿Quién es el chico?

Jimin movió los ojos hacia mí, luego los volvió enseguida hacia Iggy. Parecía intimidado por él, casi embrujado. Su cara mostraba un conflicto entre el odio, el miedo y la adoración. Iggy sólo estaba ahí sentado, inamovible. Aún no hacía caso a mi presencia. Era como si yo no existiera. Yo no era nadie para él: un mueble o una mancha en la mesa. Lo cual me venía perfecto… durante un o dos segundos. Ahora empezaba a aterrarme.

—¿Quién es el chico? —repitió.
—Yo… acabo de conocerlo —tartamudeó Jimin—. En la estación…
—¿Negocios?
Él titubeó por un momento, lamiéndose nerviosamente los labios, y dijo:
—Sí, claro. Por supuesto…
—¿Sí? —dijo Iggy, con los ojos blancos de tan brillantes—. Entonces, ¿qué hacen aquí?
—Ya nos íbamos —dijo Jimin tratando de parecer casual.
—No me quieras ver la cara, niño.
—No… en serio, Iggy. Él sólo quería pedir algo de comer antes. Despues de eso.

—¿Ya ha pagado?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Lo de siempre.
—Muéstrame.
Jimin apagó su cigarrillo y comenzó a hurgar en su bolsillo. Iggy seguía mirándolo.
Yo no sabía hacia dónde mirar. No sabía qué estaba pasando; sólo sabía que algo no andaba bien. Mi corazón latía con fuerza, mi boca estaba seca y sentía el estómago revuelto y amargo. Recorrí la estancia con ojos nerviosos. Todo parecía normal: gente comiendo, gente que hacía fila, a nadie le importaba nada. Afuera, las calles estaban un poco menos llenas, el cielo un poco más oscuro. La tarde casi llegaba a su fin. La multitud de la tarde había desaparecido; comenzaba la vida nocturna.

—Ahí está —dijo Jimin mostrando a Iggy un fajo de billetes—. ¿Ves? Yo no te mentiría, Iggy, ya sabes que no lo haría…
Iggy no miró el dinero, ni siquiera parpadeó. Sólo continuó mirándolo fijamente: callado y oscuro, aplastando a Jimin bajo un silencio avasallador. Mientras él
estaba ahí sentado, marchitándose bajo el peso de aquellos ojos, un billete de 10 libras cayó de sus dedos revoloteando hasta la mesa. Él no pareció notarlo.

—Levántalo —le dijo Iggy.
Él lo levantó.
—Guárdalo —le dijo.
Él dobló el dinero y lo guardó en su bolsillo. Luego volvió a mirar a Iggy. Él no se movió. Sólo espero a que el bajara la vista. Luego asintió una vez, se chupó los dientes y giró lentamente hacia mí.
Sabía que iba a ocurrir. Lo veía venir. A pesar de la situación, llegué a pensar que estaba listo. Cuando sus ojos finalmente se posaron en los míos y me sentí inundar por un brote de miedo, supe que estaba equivocado. Nunca estaría listo para algo así.
Esto —el vacío helado en los ojos de Iggy— era un mundo aparte, un mundo del que yo no sabía nada, un mundo de violencia, dolor y oscuridad. Me sentí tan pequeño, tan débil, tan estúpido.

—¿Qué quieres? —me preguntó Iggy.
Abrí la boca pero nada salió.
—Vamos, Iggy —suplicó Jimin—. Es sólo…
—Cállate —le dijo él sin dejar de mirarme—. Te pregunté qué querías, chico.
—Nada —dije tragando fuerte.
—¿Nada? —dijo él—. ¿Pagaste buen dinero por nada?
—No… murmuré. No, quise decir que…
—¿Le pagaste al niño?
«¿Que si pagué? ¿Por qué? No le he pagado por nada…». Sin embargo el ya le había dicho que sí y podía sentir su mirada suplicándome que no dijera más.

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