TRES

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No recuerdo mucho de mi viaje de vuelta a casa. Recuerdo haber ido al médico y haber tomado el metro de regreso a la estación de Liverpool Street.
Vagamente recuerdo también haber esperado en la sala de la estación, haber caminado luego en el andén y entrado en el tren. Después de eso mi mente está en blanco.
No consigo recordar nada de aquel viaje. Lo único que recuerdo es que iba pensando: pensando en Jimin, pensando en Iggy, pensando en mí... pensándome en un abismo. Jimin... Iggy... Jimin... yo... Jimin... Iggy... Jimin... yo... voces... caras... cuerpos... ojos... Jimin... Iggy... Jimin... yo...

Y sin que yo lo notase, el tren ya aminoraba la marcha y entraba en la estación de Heystone.

No bajaron muchos pasajeros de aquel tren. Un par de viajeros medio ebrios, un anciano barbón con una gorra de cazador, una mujer ejecutiva en zapatos taconeantes... Eso fue todo. No se quedaron mucho rato. Salieron al estacionamiento, subieron a sus autos y se fueron antes de que el tren hubiera dejado la platalorma.
Yo esperé a que el tren se marchara, mirándolo traquetear fuera de la estación, alejarse vía arriba, desaparecer en la distante oscuridad... hasta que no hubo nada más que ver. Permanecí ahí parado durante un rato, mirando fijamente hacia la nada, escuchando cómo el reloj de la estación descartaba uno a uno sus segundos digitales: clac... clac... clac...

Luego me volví y fui en busca de un taxi.
Afuera de la estación todo estaba en silencio: las calles, el estacionamiento, los campos circundantes. Nada se movía, nada hacía ruido. Ningún auto, ningún loco, ninguna luz parpadeante...

Ningun chico.
Ninguna amenaza.
Ningún miedo.
Ningún caos.
Tampoco ningún taxi.
El sitio estaba vacío. Cerrado por la noche.

Realmente no importaba. Mi casa no está lejos de la estación: a lo largo de Station Road, atravesando el puente, hacia abajo por Church Lane y hacia la avenida.

Era una noche clara, fresca y ventosa, perfecta para caminar, de modo que me fui andando. Caminé despacio, respirando profundamente, tratando de poner mis pensamientos en orden.

A veces, cuando camino, el sonido de mis pisadas me ayuda a pensar. Es por el ritmo regular, supongo, el metronómico sonido de los pies sobre el concreto: tap, tap... tap, tap... tap, tap... tap, tap... que pulsa como el latido de un corazón, apaciguando el cuerpo y liberando la mente para pensar.
No siempre funciona, pero esperaba que esa noche lo hiciera, pues mi mente y mi cuerpo seguían en shock: las serpientes atemorizantes seguían retorciéndose en mi estómago, me daban náusea; la quijada me dolía de tanto apretar los dientes; mi corazón se desgarraba; lo peor de todo era que una molesta vocecilla seguía lamentándose desde el fondo de mi mente, recordándome una y otra vez lo que pudo pasar, lo que estuvo cerca de pasar, lo que casi pasó. «Tuviste suerte, en realidad -seguía diciéndome-. Lo sabes, ¿no? Tuviste mucha suerte. Pudo haber sido mucho peor...».

Lo sabía.
Sabía muchas cosas.

Sabía que Jimin era un prostituto y que Iggy lo explotaba.
Sabía que vendía su cuerpo, que pasaba el día entero haciendo cosas que yo apenas podía imaginar, que
probablemente ni siquiera se llamaba Jimin. Sabía que había estado engañándome, que había estado jugando alguna especie de juego, divirtiéndose a mi costa.
Sí, sabía todo eso, pero no quería saberlo.

Quería creer que Jimin era sólo un chico... un chico al que había conocido en la estación... un chico al cual yo le gustaba...
Pero no era yo tan inocente.

No, no había forma de escapar de algo así: Jimin era un prostituto e Iggy lo explotaba. Y eso debía haber sido todo, en realidad. El final de una muy corta -y muy vergonzosa- historia de amor: chico conoce a otro chico, chico le sonríe al otro chico, él le compra una dona, el le hace cosquillas en los dedos, él se convierte en gelatina; luego el proxeneta conoce al chico y le pone un susto de muerte y el chico se va a casa sintiéndose un idiota.
Fin.

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