Ayer terminaba de empacar mis cosas para mudarme a la ciudad en la que me esperaba mi nuevo empleo, mi nueva vida. A lo largo de mi carrera como educadora he conocido a muchos niños e infinidad de personas, y puede que al cabo de un tiempo termine pasando por alto alguno que otro evento, aun cuando en su momento hayan marcado mi vida. Estas reflexiones me inundaron justo ayer, cuando empacando algunos de los trabajos de antiguos alumnos, encontré un cuaderno de dibujos que trajo a mi memoria un episodio de mi vida que, aun cuando pareciese que puede tratarse de un caso común en nuestro país y por las condiciones en las que se dio, a mí no deja de causarme un inexplicable escalofrío.
Todo comenzó hace diecisiete años, cuando comenzaba mi carrera como profesora. Había estudiado en una pequeña Escuela Normal de un estado alejado de la capital, y ahí era tradición que para «forjar el carácter» se enviara a los maestros recién egresados a remotas escuelas rurales a ejercer la profesión. Los que mostraran verdadera vocación en condiciones tan extremas eran entonces colocados con el tiempo en mejores condiciones laborales. A mí me fue asignada una pequeña escuela rural improvisada en una casa que había sido incautada por el municipio después de estar abandonada por largo tiempo. La construcción era bastante ruinosa, de modo que sólo se utilizaban cuatro habitaciones (las que se consideraban más seguras para tener ahí a los niños) a manera de salones, y una letrina que se encontraba al centro del patio de la construcción, detrás de un enorme y antiquísimo roble que oscurecía dicho espacio.
Por ser la novata me fue asignado el grupo de primer año, en el que se comprendían a los niños más pequeños, de entre seis y siete años, y en los que se intentaba cubrir el programa de lo que en una escuela regular se aprendería en primero y segundo grado. Ahí los niños eran bastante listos y despiertos, y aprendían mucho del mundo natural viviendo en el campo y conviviendo con adultos de varias generaciones en sus familias numerosas. Pero una pequeñita me llamaba bastante la atención, al grado de que le tomé un cariño que trascendió nuestra relación alumno-profesor. Era una pequeñita de las más chicas, muy inteligente y extrovertida, con un lenguaje claro y vocabulario amplio, y a quien sus compañeros querían mucho porque mostraba dones maternales hacia los demás niños, como si ella fuera la encargada de su cuidado. Su nombre era Lucía, ella vivía en la parte más alejada del pueblo en unos sembradíos que sus abuelos le habían heredado a su padre, quien trajo a su madre a vivir con él desde otro pueblo. Sus padres eran amables y queridos en todo el pueblo, aunque no les eran conocidos parientes cercanos y nunca ningún familiar los visitaba.
Pero a mitad del ciclo escolar, todo cambió con la pequeña Lucía. Regresábamos de las vacaciones de invierno, y como es costumbre pedí a mis alumnos que me contaran cómo habían celebrado las fiestas de Navidad y Año Nuevo, así como lo que habían hecho durante los días de descanso. Para empezar me sorprendió que Lucía no fuera la primera en levantar la mano para contarnos, pero mi gran sorpresa fue cuando, al descubrirla mirando por la ventana distraída, decidí pedirle directamente que nos contara. Su participación se limitó a frases cortas y era como si tratara de evadir el tema, fue algo más o menos como «Nada especial, nos visitó mi tío El Flaco» y se sentó mirando por la ventana con una expresión como la que hacen los niños cuando le dicen algo a otro esperando que su mamá no los escuche. Y todo ese día fue lo mismo, Lucía se aisló en un rincón y se limitó a participar sólo cuando se le era requerido, además de que no dejaba de mirar por la ventana. Cuando tenía oportunidad, y sin que los alumnos se dieran cuenta, me volteaba para ver qué era lo que robaba la atención de la niña que anteriormente fuera tan dedicada a la clase, pero en el área del patio a la cual daba la ventana de mi salón no había más que hierba seca y mobiliario escolar en desuso, así como viejas herramientas de campo abandonadas; no era un paisaje muy interesante para una niña de seis años.
Cuando la mamá de Lucía fue a recogerla ese día, decidí preguntarle si todo estaba bien con la pequeña, pero la mamá no parecía haber notado siquiera el cambio en la niña. Al día siguiente el comportamiento de Lucía no mejoró. Se notaba retraída y hasta temerosa. Al ver que no quiso salir a jugar al patio a la hora del almuerzo, me acerqué a platicar con ella. El hecho pareció incomodarla bastante, pero yo comencé a interrogarla. Le pregunté si se sentía bien, si le temía a algo, si algo le había pasado en casa, pero todas sus respuestas se limitaron a «sí» o «no». Hasta que entre mi interrogatorio se me ocurrió preguntar, «¿Se trata de tu tío “El Flaco”?», sólo entonces la niña apartó la mirada de la ventana y volteó a verme a los ojos, con una expresión de alarma que no había visto antes en un niño de su edad. «¡¿Qué?!», dijo mirándome con asombro como si de algún modo hubiese descubierto un secreto que no tenía forma de saber. Sentí como si me estrujaran el alma y esperé lo peor. Le pedí que me contara, le dije que podía confiar en mí, que yo la iba a ayudar sin que su tío lo supiera. Entonces miró por la ventana, se acercó a mi oído y susurró con una voz casi inaudible unas palabras que no olvidaré: «Vino en Navidad. Me pidió que fuera con él, sacó sus manos y patas de monstruo de su traje. Yo lloré y corrí con mamá, pero ella dijo que no pasaba nada. Desde eso me sigue a todos lados, esperando a que esté solita». Para mí esto era un claro caso de abuso infantil. No podía creer que alguien le hiciera algo así a una niña como Lucía, y mucho menos que sus padres lo permitieran.