Dia 4, mes Marzo

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Caminé por el pasillo arrastrando mis pies como si tuviese atada en ellas dos rocas pesadas. Me pesa todo, el cuerpo, los hombros, los párpados... la vida me pesa.
Me siento en la mesa sin saber que carajo hacía ahí, era estúpido que esté; ¿Para qué? Para darme cuenta de lo aislada que estoy. Para entender que soy el fantasma de esta casa, para ver como a todos les interesa la vida del otro menos la mía, para sentirme humo, ese humo negro al que ventilan para que se vaya.
La mesa estaba bien decorada. Estaban esos vasos de cristal súper frágiles y transparentes, esos que se ponen en ocaciones importantes, los platos de la Tia Luisana y sus cubiertos, al lado de ellos un platito en el que se acostaba un suave pan, y las servilletas favoritas de mamá plegadas en forma de cisne.
Estaban ya todos en la mesa, la tía, el tío, la abuela y mis padres. Todos actuando como si fuésemos una familia, intentando de fingir que nos llevamos bien, como si se hubiesen puesto de acuerdo para ser normales por lo menos esta noche.
Saboreé el pan y me concentré en su sabor con el fin de no escuchar el circo que estaba sobre la mesa. Estaba disfrutando ese exquisito pan que se desmenuzaba en mi boca y que era tan suave y delicado que daba pena masticarlo.
Esa noche comimos mucho; era una de las habilidades de papá, la cocina.
Me acuerdo cuando era una nena todavía y no me daba cuenta de toda esta mierda, y papá me preparaba sus scones de queso, esos en el que el sabor te abrazaba la lengua y no se te iba por horas.
Todos devoraban los zapallitos rellenos de queso y pimienta, sobre todo la abuela que ya iba por el tercero. Todos tenían esa sonrisa falsa dibujada en sus rostros. Y comían... comían.
Dejo pasar el postre, saludo y me voy a la cama para después despertarme y tener que volver a la rutina de siempre.

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