Clavum clavo expellere

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Los golpes en la ventana lo despertaron. Su mano alcanzó el celular y revisó rápidamente si había algún mensaje o señal que indicase el motivo de esos golpes. Nada. Obviamente ¿Por qué tendría que esperar un poco de sentido común y consideración? Un gruñido escapó de sus labios cuando los golpes se repitieron y se obligó a sentarse. El cabello cayó sobre su rostro, pero dada la oscuridad que lo rodeaba daba igual si algo obstaculizaba su visión. A mala gana se quitó las mantas y encendió la lámpara de su escritorio. Aún a tumbos buscó una camiseta y pantalones para cubrirse, sus dedos recorrieron los rizos que caían sobre su frente y los lanzó hacia atrás.

Más golpes.

- Maldición... -murmuró.

Retiró la cortina de golpe y sintió que no debía extrañarse al ver el pequeño rostro frente a él. Si lo pensaba ¿Qué otra persona ascendería la enredadera de su casa hasta su ventana a las tres de la mañana? Los enormes ojos de obsidiana lo miraron con expectativa y cuando abrió la ventana, pasó sus manos bajo los finos abrazos y levantó al chico en el aire para meterlo.

Helado.

El viento estaba frío, así que cerró la ventana. Pero Firkle temblaba con su fina ropa. Su mente buscó desesperadamente una razón para que el menor estuviese ahí, pero no acudió nada inmediato. Hasta donde sabía las cosas iban un poco mejor para Firkle. Y por norma general, cuando algo perturbaba al pequeño este acudía a Pete o Henrietta. Al primero para intercambiar ideas y tener una charla de iguales, con la segunda cuando necesitaba aferrarse a alguien en silencio absoluto y sentir que lo que fuese que lo atormentaba no podría llegar a él si estaba en los brazos de la chica.

Pero con él...

- Estás helado. –comentó antes de sentar a Firkle y envolverlo con su cobertor.

El chico se aferró con sus dedos pálidos al nuevo abrigo y se encogió de hombros.

- ...hace frío afuera.

Pero era algo que Firkle siempre hacía. No se cuidaba y podía llegar a unos extremos increíbles. Nunca se abrigaba lo suficiente, comía con mecánica y a veces resignación, dormía solo cuando ya su cuerpo no lo soportaba, entre otras cosas. Firkle decía no tener comida favorita, ni música realmente preferida. Si, le gustaba la música gótica, pero cuando se le preguntaba cuál era su favorita, se encogía de hombros. No había algo que lo moviese realmente. Sobrevivía. Algo en el chico hacía que odiase hacer cosas necesarias, si debía comer, hacía lo justo, si debía dormir, lo controlaba con indiferencia casi clínica. Lo más cercano que tenía a un gusto era el café porque engañaba su estómago, pero todo lo potencialmente letal lo fascinaba. Michael se había dado cuenta de la manera en que el pequeño disfrutaba del cigarrillo como si fuese su chiste secreto y obscuro. Firkle tomaría primero su navaja que una chaqueta. Sus prioridades eran curiosas.

Pero eso era el factor que los conectaba a ambos...

Michael comenzó a abrigarse, buscó una de sus chaquetas y botas, sacó uno de sus más resistentes bastones y lo agitó, oyendo como este batía el aire. Firkle no dijo nada, solo lo observó con atención y hasta sonrió al entender qué estaba pasando.

- Vamos. –ordenó.

Ambos se escabulleron de su casa en silencio, Firkle era tan ligero que le era casi imposible hacer ruido al caminar aun intentándolo. Solo dejó una nota a sus padres en el lugar donde dejaban las llaves del auto y subió a Firkle al mismo antes de sacar el nuevo carro de su padre fuera de casa. Ambos fueron en silencio todo el camino. Por lo que podía notar, Firkle observaba en silencio la carretera totalmente abandonada y tenía la mano metida en el bolsillo. Michael sabía qué estaba haciendo, de seguro acariciaba el borde de la navaja que él le había regalado años atrás. En Firkle podía ver mucho de él, en especial de su pasado. La furia que sentía en ese entonces, ese deseo de destrucción que lo podía controlar cuando todo se escapaba de sus manos. Por lo general, las personas lo tomaban como alguien controlado y relativamente sereno, impasible frente al mundo. Pero porque era fácil olvidar que cuando golpeaban su seguridad o herían su orgullo, algo salvaje se despertaba y deseaba desquitarlo con el mundo. El tiempo solo lo había hecho entender, comprender que sus antiguas preocupaciones habían sido infantiles, pero también que era necesario encerrar ese instinto destructivo, ocultarlo bien para que nada lo liberase.

Mátame otra vez «South Park»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora