Una mañana de marzo, la señora Josefina llegó con su peinado de nido de pájaro, su bolso color rojo y su marido y se instaló en un piso de la segunda planta (concretamente, el segundo B).
—Esa señora es rara —comentó A. a la hora de la comida—. Tiene la boca... sucia y los ojos también. Parece una bruja.
Como os podéis imaginar, en realidad A. no se llama A. Su verdadero nombre es Alberto. Lo que pasa es que ése es un nombre horrible. Por eso yo lo llamo simplemente A. (al menos, cuando mis padres no están delante).
Él, por su parte, me llama solamente I. (en lugar de Irene, que es mi verdadero nombre). Como venganza, es rudimentaria y poco creativa, porque se limita a copiar lo que yo le hago a él. Cualquier lector del Conde de Montecristo podría sugerirle maneras de molestarme un poquito. Pero él jamás ha oído hablar del Conde de Montecristo, lo cual es una suerte para mí.
El caso es que A. tiene menos de ocho años y sus ojos están a menos de un metro del suelo. Todas las mañanas desayuna viendo los dibujos animados de la televisión. Y de mayor quiere ser astronauta. Al menos, eso dice.
Querer ser astronauta, o presentador, o cantante, o bombero, es normal a la edad de A. Después, cuando creces de verdad, dejas de estar seguro. Yo, de pequeña, quería ser modelo, pero ahora que soy verdaderamente mayor y vuelvo sola del colegio, ya no tengo una profesión favorita, porque todo el mundo dice que llegar a ser modelo es algo muy, muy difícil. Así que ahora he decidido que no sé lo que quiero ser de mayor.
Volviendo a la señora Josefina, no es fácil explicarle a alguien como A. que las brujas no existen. Pero en lo de los ojos y la boca sucios, tenía razón
Y es que la señora Josefina tenía una extraña manera de maquillarse los ojos con lápiz negro. De la boca, mejor no hablar. Se pintaba los labios de un color rojo chillón, de tal modo que su boca no parecía una boca. ¿Sabéis lo que pasa cuando envolvéis un bocadillo de chorizo en una hoja de papel y después queda en el papel una mancha de grasa de color rojo y sin forma definida? Pues los labios pintados de la señora Josefina eran algo parecido a una mancha de grasa.
—Eso es porque no se molesta en mirarse al espejo cuando se maquilla —opinó mi madre.
Y ella sabe del tema más que nadie, porque es capaz de pintarse los labios mirándose en cualquier parte: las lentes de unas gafas de sol, el espejo del coche, hasta el escaparate de una tienda.
Sobre todo cuando va con prisa. Que es cinco días a la semana, igual que mi padre.
Pero el fin de semana, todo cambia. Nuestra casa se convierte en un lugar mágico. Podemos hacernos los perezosos y quedarnos en la cama, durmiendo, leyendo o escuchando música, hasta tarde.
Después tomamos un desayuno delicioso, con chocolate caliente, pan tierno con mantequilla y mermelada de fresa o de melocotón, galletas especiales y zumo de naranja.
Y casi siempre salimos a pasear.
Vivimos en un pueblo bonito, de esos que visitan los turistas porque quieren hacer fotos en su iglesia antigua, en sus calles de piedra y en ese barrio de casas que se construyeron cuando la gente recorría el mundo en barcos. Y sobre todo, porque desde cualquier punto del pueblo se puede caminar hasta la playa. En invierno, para quedarse mirando las olas que se acercan a la costa como caballos rabiosos. En verano, para nadar y saltar en el agua hasta que no puedes más de hambre y cansancio.
Además, los fines de semana mis padres hacen un ritual mágico.
Van al supermercado y compran bolsas y bolsas de comida: verduras, pescado, carne...
Cuando llegan a casa, primero lavan, cortan, pelan y preparan todos esos alimentos.
Y después cocinan juntos.
A veces hacen viejas recetas: paella, cocido, pastel de bacalao, albóndigas, sopa, puré...
Otras veces inventan platos nuevos.
Algunos de ellos están tan buenos que acaban convirtiéndose en clásicos, como la ensalada caliente y fría.
Otros, en cambio, tienen un sabor tan extraño que mis padres no vuelven a cocinarlos jamás. Por ejemplo, aquella merluza con salsa de sandía que inventaron por Navidad. ¡Qué asco!
Mientras cocinan, se ríen, gastan bromas, cuentan historias e incluso cantan, como magos haciendo una pócima secreta.
La cocina se impregna de una irresistible combinación de olores. Es imposible no tener hambre.
Cuando terminan de hacer los guisos, a menudo ya es de noche.
Entonces dejan las cazuelas enfriar durante horas y nos vamos todos juntos a cenar fuera.
Os preguntaréis: ¿por qué se molestan en hacer toda esa comida? ¿Es que tienen un restaurante?
Pues no. Cocinan todos esos platos para congelarlos. Así, durante la semana, en vez de comprar comida precocinada, pueden abrir el frigorífico y calentar uno de esos guisos suculentos, que comemos entre todos.
A mí me parece una buena idea.
Creo que a Marco Polo también. Por lo menos, mientras mis padres trabajan, él se pasea por la cocina con el aire altivo de un rey en sus dominios.
De vez en cuando, suelta un "miau" que suena a acusación.
Como diciendo: "estoy aquí, tengo hambre, huelo pescado y no me dais nada. Pobrecito de mí".
Entonces mi padre abre una lata de atún y se la sirve en su plato especial.
Marco Polo es un gato tan listo que cualquier día hablará y nadie se sorprenderá por ello.
Por ejemplo, diez minutos antes de que llegue a casa cualquiera de nosotros, él se instala junto a la puerta de entrada, inquieto y con el hocico temblando, a esperar.
No sé cómo puede saber que estamos de camino diez minutos antes de llegar, pero es así. A lo mejor tiene ese misterioso sexto sentido del que todo el mundo habla.
El caso es que, cuando por fin llega a casa un miembro de la familia que estaba fuera, Marco Polo lo saluda con un lametazo húmedo.
En seguida se aburre de mimos y carantoñas (los gatos son así), pero ese breve lametazo cariñoso es un momento que no cambiaría por nada del mundo.
Marco Polo es un gato consentido y algo tirano, pero feliz.
Tengo que reconocer que, a pesar de las tonterías de A., a pesar de que mis padres a veces son un poco pesados, éramos una familia bastante feliz que vivía en un bloque de pisos bastante feliz.
Solo que nunca nos habíamos parado a pensarlo.
Hasta que llegó la señora Josefina.
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Manual para salvar a un gato indómito
Adventure"¿Qué harías si tuvieras solo media hora para salvar la vida de un ser muy especial? Dos niños, un gato en peligro, una bruja mala disfrazada de vecina irritante... Los hermanos A. e I. emprenderán una aventura para salvar la vida de Marco Polo, un...