parte 1

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  Maximilian Reisman puede pararse de cabeza durante treinta minutos, si quiere.

  Hoy no quiere.

  Para empezar, su cabeza está muy ocupada.

  Está tratando de recordar un consejo que le dieron una vez, sobre cómo revivir hojas de lechuga marchitas. Al mismo tiempo, está armando una campaña publicitaria para harina de avena orgánica. Está redactando un cómico discurso para dar en la fiesta de despedida de un colega mientras sostiene un teléfono móvil debajo del mentón y, en ese mismo mentón, está dejando crecer silenciosamente la barba.

  Maximilian le da un puntapié a la puerta del refrigerador, con las hojas de lechuga marchitas dentro, y cierra de golpe el celular sin dejar un mensaje.

"Tabernáculo", exclama. Esa palabra es un insulto. La pronuncia porque se ha dado cuenta, abructamente, de que él (y su cabeza) están tratando de hacer demasiado.

  Maximilian tiene cincuenta y dos años. Enciende un cigarrillo, camina hacia la ventana y abre las cortinas. Luego se asoma a la tibia brisa vespertina, sopla humo en dirección a la place d'Youville y observa cómo se pierde entre las sombras del Musée d' Archéologie.

  Son las 18.00 hs de sábado 22 de agosto en Montreal, Quebec, Canadá.

  Maximilian está pensando.

  De pronto, una sonrisa se dibujo alrededor del cigarrillo.

  ¡Es la barba! ¡El crecimiento de la barba! Eso era lo que tenía tan frenético y ocupado.

  Se dirige al baño para afeitarse.

Como todas las mañanas, el calor despierta a Sasha Wilczek con su pesadez y sus tenues hilos de sudor.

  Son las 6:00 hs del domingo 23 de agosto en Taipéi, Taiwán.
  El dormitorio de Sasha no es mucho más grande que la tina de Maximilian.

  A travéz de la puerta abierta, se cuelan suaves murmullos y golpeteo de una uña contra un abanico de carta.

   Son los compañeros de apartamento de Sasha: un chico y una chica, ambos estudiantes norteamericanos. Juegan gin rummy todas las noches.
- Tienes un sentido del humor tan seco - esa es la voz de la chica, repentinamente nítida.
  Sasha espera la respuesta del muchacho.

-¿Qué significa eso? - dice finalmente
- Significa que tu tono no cambia cuando haces una broma - responde.

  Sasha Wilczek tiene cuarenta y nueve años. Tendida en una cama angosta, cavila acerca de la ventana y dibujos formados por la cinta adhesiva colocada en forma de cruz a prueba de tifones. A travéz del polvo, repasa dentro de su mente el programa del día.

  Tiene que dar una clase de Zumba a las 11.00 en un gimnasio de la zona.
  También Hip Hop a las 14.00 y Estilo libre a las 15.30.

  Fuera de la habitación, el chico bosteza y se pregunta en voz alta por qué está tan cansado.

  Ese chico no tiene sentido del humor seco, piensa Sasha repentinamente. Carece totalmente de sentido del humor. Es por eso que dice todo con el mismo tono.

  Quizá debería recomendarle la clase de sentido del Humor de las 17.00

Monty Rickard ríe con tanta fuerza que se cae en la alfombra.

  Son las cuatro de la tarde del sábado 22 de agosto en Boise, Idaho, EE.UU.

  Hay cinco chicos en la habitación. Dos ríen. Mientras desconectan una computadora y lanza los cables y el teclado por el aire. Los otros, como Monty, dejan que la risa los arroje por el suelo.

  ¡podría perderlo todo! ¡todo!
  En realidad no es gracioso.
  Durante los últimos seis meses, en su tiempo libre, Monty y sus amigos han estado diseñando un juego de computadora. Gianni (uno de los que anda arrojándose por el suelo) siempre dice que tiene que hacer una copia de seguridad.

  Justo ahora, Gianni acaba de derramar una lata de red Bull sobre toda la computadora.

  No hay copia de seguridad.

  Ríen con tanta fuerza tiene les duele la garganta.

  Monty Rickard tiene dieciocho años y acaba de empezar a trabajar como paseador de perro. Se chupa los nudillos. No es especialmente bueno en programación informática, pero sus amigos sí lo son, especialmente Giani. Toca siete instrumentos musicales diferentes, incluyendo saxofón, batería y mandolina.

  Sin saber de qué otra forma unirse al caos, un perro salta sobre el estómago de Monty. Una guitarra que estaba apoyada contra la pared se desliza hacia el suelo con un tuang que hace que la risa se eleve una octava.

En Berlín, Alemania, es medianoche. Las campanas están separando el sábado 22 de agosto del domingo 23.

  Ariel Peters examina el nuevo tatuaje en su brazo. Es un dragón. La habitación vibra con el ritmo de la música que proviene de la pista de baile de abajo. Tras la puerta, se oye ruidos repentinos de pasos que enseguida desaparecen.

  Ariel tiene catorce años. Mintió acerca de su edad para conseguir el empleo atendiendo la barra del bar de abajo. También mintió para conseguir esa habitación y hacerse el tatuaje.

  El dragón está incompleto, tiene que lanzar fuego. Y le falta llevar en las garras una cesta con huevos y una montura para ella pueda treparse encima.

  Quizás una capa para días lluviosos... y una máquina de café expreso.

  Ahorrará el dinero que gane y volverá pronto a la tienda de tatuajes.

  Finn Mackenzie tiene ocho años y está observando un caracol que trepa por una ventana.

  Son las 8.00 hs del domingo 23 de agosto.

  Detrás del caracol está Avoca Beach, que se encuentra una hora al norte de Sídney, y Australia.

  Finn ve a una pareja caminando por la playa. Con los zapatos en las manos, bordean las algas marinas. La mujer lleva una bufanda tejida. Cuando se inclina para arremangarse los pantalones, la bufanda se desliza por la arena.

  Finn tiene ojos solemnes y catarro. Se limpia la nariz con el interior de la manga.

- Estás yendo en la dirección equivocada - dice- Los caracoles no pertenecen al cielo - y luego piensa que hoy podría mirar toy Story 3 otra vez y que el color de la bufanda de la mujer es exactamente igual al de un batido de frambuesa.

  Se estarán preguntando qué son todos estoy pequeños eventos dispersos por el mundo.
  Y harán bien en preguntárselo: son profundamente intrascendentes.

  Excepto por dos cuestiones.

La primera:

  El tiempo se desliza a través del mundo de una forma tan extraña que todo esto está sucediendo al mismo tiempo. Un atardecer de verano en Montreal es medianoche en Berlín, es una mañana de invierno en una playa al norte de Sídney. Maximilian se afeita mientras Sasha desempolva su mente y Monty acaricia a su perro detrás de las orejas. Ariel se imagina un nuevo tatuaje en el mismo momento en que el pequeño Finn abre la ventana, despega el caracol del vidrio y lo observa caer al jardín.

La segunda:

  Maximilian Reisman, Sasha Wilczek, Monty Rickard, Ariel Peters y Finn Mackenzie no son, originariginalmente, de este mundo.

  Esos ni siquiera son sus nombres verdaderos.

Todos vienen de Chelo.

  Los trajeron a nuestro mundo en contra de su voluntad, a través de grietas que fueron selladas firmemente tras ellos. Ahora ríen, hacen huevos fritos, se bañan , mandan mensajes de texto y, a veces, hasta se paran de cabeza, en un mundo que, para ellos, es tan extraño como el tiempo.

Las grietas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora