Capítulo XVIII

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Si la ven por ahí, díganle que la quiero volver a ver. Es fácil saber quién es, lleva un pedacito de mí en sus ojos.


Anónimo


Alex

Cuenta una leyenda que Mburukujá era una hermosa doncella española que había llegado a las tierras de los guaraníes acompañando a su padre, un capitán del ejército de la Corona.

Mburukujá no era su nombre cristiano, sino el tierno apodo que le había dado un aborigen guaraní a quien ella amaba en secreto y con el que se encontraba a escondidas, ya que su padre jamás habría aprobado tal relación. En realidad, su padre ya había decidido que ella desposara a un capitán a quién el creía digno de obtener la mano de su única hija.

Cuando le revelaron los planes de matrimonio, la joven suplicó que no la condenaran a consumirse junto a un hombre que ella no amaba, pero sus ruegos solamente lograron encender la cólera de su padre. La doncella lloró desconsolada, tratando de conmover el inflexible corazón de su padre, pero el viejo capitán no sólo confirmó su decisión, sino que además le informó que debería permanecer confinada en la casa hasta que se celebrara boda.

Mburukujá debió contentarse con ver a su amado desde la ventana de su habitación, ya que no estaba autorizada a salir a los jardines por la noche y difícilmente lograba burlar la vigilancia paterna. Sin embargo, envió a una criada de su confianza para que lo informara sobre su triste futuro.

El joven guaraní no se resignó a perder a su amada, y todas las noches se acercaba a la casa intentando verla. Durante horas vigilaba el lugar, y sólo cuando se percataba de que los primeros rayos del sol podían delatar su posición se retiraba con su corazón triste, aunque no sin antes tocar una melancólica melodía en su flauta.

Mburukujá no podía verlo, pero esos sonidos llegaban hasta sus oídos y la llenaban de alegría, ya que confirmaban que el amor entre ambos seguía tan vivo como siempre. Pero una mañana ya no fue arrullada por los agudos sones de la flauta. En vano esperó noche tras noche la vuelta de su amado. Imaginó que el joven guaraní podría estar herido en la selva, o que tal vez había sido víctima de alguna fiera, pero no se resignaba a creer que hubiese olvidado su amor por ella.

La dulce niña se sumió en la tristeza. Su piel, otrora blanca y brillante como las primeras nieves, se volvió gris y opaca, y sus ojos ya no destellaron con hermosos brillos violáceos. Sus rojos labios, que antes solían sonreír, se cerraron en una triste mueca para que nadie pudiera enterarse de su pena de amor. Sin embargo, permaneció sentada frente a su ventana, soñando con ver aparecer algún día a su amante. Luego de varios días vio entre los matorrales cercanos la figura de una vieja india. Era la madre de su enamorado, quien acercándose a la ventana le contó que el joven había sido asesinado por el capitán, quien había descubierto el oculto romance de su hija. Mburukujá pareció recobrar sus fuerzas, y escapándose por la ventana siguió a la anciana hasta el lugar donde reposaba el cuerpo de su amado. Enloquecida por el dolor cavó una fosa con sus propias manos, y luego de depositar en ella el cuerpo de su amado confesó a la anciana madre que terminaría con su propia vida ya que había perdido lo único que la ataba a este mundo. Tomó una de las flechas de su amado, y luego de pedirle a la mujer que una vez que todo estuviera consumado cubriera sus tumbas y los dejara descansar eternamente juntos, la clavó en medio de su pecho. Mburukujá se desplomó junto al cuerpo de aquel que en vida había amado.

La anciana observó sorprendida como las plumas adheridas a la flecha comenzaban a transformarse en una extraña flor que brotaba del corazón de Mburukujá, pero cumplió con su promesa y cubrió la tumba de los jóvenes amantes. No pasó mucho tiempo antes de que los indios que recorrían la zona comenzaran a hablar de una extraña planta que nunca antes habían visto, y cuyas flores se cierran por la noche y se abren con los primeros rayos del sol, como si el nuevo día le diera vida.

Después de relatarme esa leyenda pusiste en mis manos aquella flor del mburukujá, dijiste que representaba al amor sufrido, sin pensarlo recite la frase de Pablo Neruda "Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida"; como mirando al infinito respondiste:" pero que pasa si la vida es el único tesoro que tenemos, más allá de ella solo somos dueños de lo que hemos podido realizar a través de ese tesoro."

En aquel momento no supe que responder, tus palabras anulaban cualquier argumento, pero ahora sé que responder, más vale tarde que nunca.

"Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida"; de una vida llena de odio; de una vida llena de males; de una vida de soledad; de una vida sin sol, sin luna ni estrellas; de una vida sin sueños; de una vida sin amor; de una vida sin ti. Por qué el amor no vive en el aire, el amor vive dentro nuestro, sin tu presencia ¿dónde quedó todo el amor que te di?, dicen que "Recordar es fácil para quien tiene memoria, olvidar es difícil para quien tiene corazón".

Para poder olvidarte, acaso ¿debo apuñalarme el corazón?, me han dicho que debo soltarte para poder seguir adelante, pero, tu recuerdo lo llevo tan presente que pareciera que vivo en el pasado. En tu última carta preguntaste que es lo que estaba haciendo, pues vivo recordándote. Al principio me hice el fuerte, debía serlo por los demás, pero, ahora ya no puedo seguir aparentándolo, debo empezar a decirte adiós, aunque una parte de mí muera, debo empezar a despedirme de ti.

 Al principio me hice el fuerte, debía serlo por los demás, pero, ahora ya no puedo seguir aparentándolo, debo empezar a decirte adiós, aunque una parte de mí muera, debo empezar a despedirme de ti

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