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Mi chica revolucionaria
tiene casi treinta y cinco,
habla dos idiomas,
es diplomada,
licenciada,
experta
y odia el pescado crudo.
Es la más pequeña de cuatro,
tiene dos gatas,
un Astra,
tres sobrinos,
sale a correr en ayunas
y baila tres días por semana.

Tuvo un novio hijo de puta
—fue entre los veinte y los veinticinco—
y aún conserva invierno
de aquel viaje,
trozos de un puzzle inservible
no apto para cardíacos,
y yo que soy arrítmico a
he preferido conocer nunca
todos los detalles,

tal vez por esto
todos los hombres que vinieron
después
nunca fueron novios, ni parejas, ni
amantes:
fueron básicamente animales de
compañía.
El miedo, el puto miedo.

Mi chica revolucionaria, Diego Ojeda.

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