El cumpleaños de las hermanas llegó, pero Burgos seguía en su viaje de conferencias y cursos. No estaba para celebrar con su familia. No importaban los lujos ni la elegancia de la mansión, había tristeza en el ambiente, demasiada. Dana y Diana estaban con su madre en el largo comedor de cristal, vestidas con sus mejores ropas. Un gran pastel se apreciaba en el centro de la mesa, esperaban a los invitados. El timbre sonó repetidas veces, mismas en las que me encargué de abrir la puerta y hacer pasar a los recién llegados. Me tocó ayudar en la cocina, repartir canapés y bebidas en bandejas. Los invitados engreídos conversaban jactándose de sus logros, sobre viajes y bienes adquiridos. Diana tenía la cara larga y no dejaba de revisar su celular, seguro que solo le interesaba recibir mensajes del profesor. Dana comía lentamente un canapé a pequeñas mordidas, su enfermedad no la dejaba disfrutar de la buena comida. Clara bebía lentamente sorbos de su copa mientras platicaba con los invitados.
No tardé en ser el tema de conversación, por mi edad y estar trabajando de sirviente. Clara comentó que su esposo hacía labor social cuidando a un huérfano como yo. Estaba acostumbrado a escuchar lo mismo: Burgos generoso, yo huérfano. La fiesta se me hizo eterna y aburrida, para mí, eran diferentes. En el pasado celebraba con mi madre. Únicamente éramos nosotros dos. Ella cocinaba mi comida favorita y horneaba el pastel. ¿Lo mejor de todo? Tocaba el violín para mí. En su niñez fue a clases de música y arte hasta convertirse en adulta, amaba la música. Sin embargo, terminó estudiando para ser enfermera cuando mis abuelos enfermaron de cáncer, ella quería cuidarlos y por eso abandonó su gran pasión. Mi madre, con mucho cariño y paciencia, me enseñó todo lo que sabía, para mí, ella era una musa. Tal vez por eso murió tan joven: para ir al cielo de las musas y seguir haciendo lo que más le apasionaba.
La fiesta terminó, pero las hermanas se veían lejos de estar felices. Abrieron desganadas sus regalos en la sala de estar, eran cosas que no necesitaban y tampoco querían. Clara se tambaleaba de un lado a otro mientras les pasaba las bolsas de regalos a sus hijas. No soltaba la copa de vino, me pidió seguido que la rellenara.
—¡Qué bonito vestido de diseñador te dieron! —dijo Clara arrastrando las palabras.
—¿Por qué papá habrá tenido que hacer su viaje en estas fechas? —preguntó Diana triste, ignorando los regalos.
—No sé, ya ves que él vive para trabajar y no trabaja para vivir. Dana, querida, no has comido de tu pastel. Es de moras, tu favorito —dijo la madre, afligida.
—No tengo hambre, es más, ya me voy a dormir —avisó y abandonó la sala de estar.
Dana realmente no se fue a dormir, en cambio, se encaminó a la cocina y salió por la puerta trasera, una fiesta con su novio y amigos la esperaba. Ella sabía que su madre borracha no la buscaría.
Diana se quedó abriendo los regalos y su madre no tardó en caer rendida en uno de los sillones floreados. Me quedé limpiando y ordenando con los demás sirvientes, no dejaban de hablar sobre la fiesta y exagerar lo obvio. Cuando terminé de ayudar, pasé de nuevo a la sala de estar, Diana estaba llorando en silencio, encima de sus regalos. Me pareció sumamente triste la escena.
Fui a mi habitación, me deslicé debajo de la cama y saqué el viejo estuche empolvado, dentro estaba el violín de mi madre, su posesión más amada. Sentía tanta lástima por Diana que no pude evitar romperme la promesa de jamás volver a tocarlo. Afiné el violín, le sacudí el polvo, puse brea a las cerdas del arco y coloqué el soporte.
Salí al jardín, me paré cerca de donde se encontraba la ventana de la sala de estar, la que daba vista a las aromáticas rosas carmesí. El viento anunció una lluvia cercana, olía a petricor. Los faroles del jardín crearon un escenario perfecto para el momento, la luz tenue era ideal para un concierto. Respiré hondo, tomé postura y, sin dudar más, con el corazón agitado volví al pasado.
Apenado, inicié con Csárdás de Vittorio Monti, recordé cuando mi madre tocaba exactamente la misma pieza y me enseñó. Eran tiempos tan felices. Me sentí sumamente alegre por volver a tocar el violín y recordar el pasado que tanto amaba. Olvidé por un momento que tocaba para alegrar la fiesta terminada de cumpleaños, me entregué por completo a los recuerdos. Diana abrió la ventana y me miró desde la distancia, no me di cuenta de ello hasta que paré de tocar. Ella brincó por la ventana y se acercó a mí con una exquisita sonrisa plasmada.
—¿Estás enamorado de mí? Eres muy, pero muy raro —soltó con una dulce entonación.
—Claro que no, simplemente estoy practicando. —Fruncí el ceño y le desvié la mirada.
—¿Y qué hay de la pintura? Me pintaste, alguien enamorado haría algo así.
—Te equivocas, los gestos amables no son precisamente de amor. Pensaba darles la pintura como regalo de cumpleaños, pero no pude terminarla.
—No quería que la pintaras a ella... Es perfecta únicamente conmigo, por eso la confisqué —confesó y calló por un momento—. ¿Por qué tocas el violín de manera tan envidiable? ¿En serio tienes diecisiete años? —cuestionó apenada de sus palabras.
En la cabeza de Diana algo crujió, un engranaje comenzó a andar, comprendió que su vida no la estaba llevando de la mejor manera.
—Mi madre me enseñó, ella lo hacía mejor —confesé—. Cada cumpleaños mío tocaba el violín, como un pequeño concierto, desde que era un bebé sin uso de razón.
—Qué envidia. —Tomó asiento en el pasto y luego se dejó caer.
Noté que los ojos de Diana estaban rojizos por el llanto, el ámbar de su mirada se opacó.
Volví a tocar el violín. Diana enfocó la vista al cielo mientras se dejaba envolver por el sonido.
—Escuchar el violín me hace sentir melancolía —confesó. Dejó su lugar en el césped y se acercó a mí—. Enséñame a tocarlo, quiero aprender —pidió como si fuera una chiquilla.
Me pareció que era un capricho del momento, pero era más acertado que dedicara su tiempo a tocar algún instrumento en lugar de estar ilusionada con el profesor. Bajé el violín, mi tesoro, y lo compartí con Diana.
—Sabía que mi esposo no iba a traer cualquier mocoso vulgar a esta casa —habló Clara con la voz desvanecida.
Escuchó todo el tiempo, en su ebriedad, las melodías de mi violín.
—¡Mamá! Me gusta. Es como cuando era más niña y todos íbamos al teatro, quiero aprender a tocar el violín. ¿Me pagas las clases? —preguntó Diana emocionada con el instrumento en manos.
—Lo que quiera mi princesa.
La fiesta tuvo un final feliz aquel día, aunque no para todos. Mientras estaba en el jardín con Clara y Diana, Dana se encontraba en el departamento de su novio, festejando su cumpleaños a su manera, con bebidas alcohólicas y excesos. Supimos después lo que pasó en el departamento. El video de aquello circuló por el colegio, después fotografías sacadas del video decoraban los muros de los baños. El director intentó buscar a los culpables, se armó un alboroto.
Lo que más me preocupó fue el estado de Dana, en las fotos se apreciaba su cuerpo demacrado con la piel casi pegada a los huesos.
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Cómo los gatos hacen antes de morir |Disponible en papel|
RandomCómo los gatos hacen antes de morir: El día a día de Samuel «Y como los gatos hacen antes de morir, me alejé de las personas que estimaba» La madre de Samuel murió y él se ha tenido que mudar. Todo lo que conocía desapareció. Ahora Sam deberá lidiar...