Potente fiammata

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Los cinco flotábamos en el interior de la nave, sin la atracción gravitacional, mientras esperábamos que llegara Giancarlo con el informe del mantenimiento de la Antena Solari. La tensión volaba entre nosotros, ya que si algo en él se dictaba como un error… la humanidad y nosotros estaríamos perdidos para siempre.

—Espero que regrese pronto, les prometí a mis hijas que volvería con ellas —susurró Natasha, para sí misma.

La cosa estaba bastante seria. La humanidad estaba en sus últimas a causa de que el Sol estaba emitiendo demasiada radiación y las distintas capas que protegían la vida en la Tierra, estaban cada vez más delgadas a causa de la constante contaminación ambiental.

Seis personas seleccionadas minuciosamente de miles de postulantes de distintos países, para salvar a la humanidad y todo ser viviente en la Tierra. Qué irónico, podríamos haber sido más, pensé con sorna. Sabía que era una misión suicida si algo salía mal, pero el karma y la humanidad casi siempre iban de la mano, así que era común que pasase algún inconveniente que pusiera en peligro la misión Solar.

A momentos me preguntaba qué vio la NASA en mí tan especial. Había personas más capaces que yo, más instruidas y más seguras de sí mismas de lo que mi insignificante sentimentalismo hacía por la ciencia. Según ellos, mi conocimiento y rebeldía para la Ingeniería Informática era suficiente y sobrante para elaborar lo que realmente querían.

Dudé de mi inteligencia por un momento, pero al haber creado un lenguaje y sistema informático, más ágil y menos comprimido, pude hacer más real la Antena Solari. Sin embargo, el miedo estaba siempre conmigo, ya casi era un viejo amigo de la infancia que, a pesar de arruinar la constancia de mí alrededor y dejar desastres tras desastres, estaba detrás de mí como una oscura sombra.

—Informen de alguna noticia, estaré en la cabina comprobando alguna falla menor.

Inhalé una gran bocanada de aire y me empujé hacia la parte delantera del Imperius II, sin esperar ninguna respuesta. Todos estaban aguardando a que el italiano regresara del exterior con el jodido informe. La impaciencia me estaba matando y el silencio incómodo no sumaba nada.

A los minutos me sitié en el lugar del copiloto y posé mi rostro en mis manos sudorosas. El nerviosismo dañaba con lentitud la integridad de mi capacidad mental. Jamás había sentido la necesidad de prender fuego mis dedos para que las llamaradas calmaran mi cabeza atolondrada.

—Algo hay que hacer —murmuré al tiempo en que alzaba mi mano derecha y la mantenía en el aire.

Chasqueé mis dedos y el fuego apareció lento y atractivo como siempre lo fue. Se extendió desde la punta de mis dedos hasta mi muñeca, mientras el calor alivianaba mi latente inquietud interna. La tranquilidad del mismo se esparció por el resto de mis extremidades, relajándome por completo como si se tratase de droga.

A lo lejos escuché el sonido de manos impulsando un cuerpo. Con rapidez, extinguí el fuego en mí mano y encendí la computadora holográfica, aparentando estar buscando problemas leves.

Segundos más tardes apareció Rikné, un sudanés teórico matemático, con una cara de sorpresa y angustia. No hacía falta tener títulos importantes ni saber mucha ciencia para anticipar la respuesta que daría.

—Adalia, Giancarlo trae malas noticias.

Ambos nos apresuramos a llegar a la cubierta de carga. Todos estábamos impacientes, mientras Kohaku ayudaba a quitar el traje a Gian. Paola y Joshua flotaban cerca de las ventanillas, mirando al exterior. Tal vez se preguntaban qué sería del futuro que recaía en nuestros hombros.

—¡Giancarlo! —exclamó Natasha, mientras se acercaba a él cuando llegó—. ¿Qué sucede?

El italiano se detuvo junto a Kohaku, para mirarnos a todos.

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