Sentada en aquella cama, aún con el olor del anterior resbalando por mi pierna, espero. Tengo el pelo arreglado, el vestido ajustado, las piernas cruzadas y la boca cerrada.
Espero.
Espero a que venga, mientras oigo a mis compañeras gruñir. No es placer, no es ambiente. Es dolor, es sufrimiento.
Espero.
Espero y recuerdo cada momento vivido entre esas paredes. Cada golpe, cada empalamiento, cada chupetón. Cada palabra oscena, cada piropo, cada escupitajo.
Espero.
Espero y le veo a él, sentado en su trono de trata, rodeado de sus ganancias y bienes que salen de mí. De mi cuerpo, de mis compañeras. Cada mísero centavo que recibe, sale de mi, sale de nosotras. Sentado, igual que yo. Él sonríe, ríe, bebe y juega al póker. Tan sólo nos parecemos en eso, en estar sentado. Yo tengo que estar callada, esperando. No puedo reír, beber, jugar.
Espero.
Las oigo, los huelo. Están ahí, a escasos metros mía. Detrás de esas paredes que parecen cortinas. Ellos ríen, y juegan. Juegan con nuestras carnes, dañadas y rotas, ensuciandose las manos antes de volver a casa. Con sus hijos, sus esposas, sus padres, sus mascotas, o incluso solos. No importa donde o con quién vivan. Si son altos, bajos, ricos, pobres. Todos están aquí.
Espero.
Y mi mirada se desliza hacia el reloj de la mesilla. Seis de la tarde, de un 23 de septiembre cualquiera. Día contra la exploración sexual, la trata y el tráfico de mujeres y menores.
Espero.
Recordando la fecha, recordando a mis compañeras, algunas más inocentes que otras. Da igual si eres alta, baja, mayor, una niña. Mientras estés entre estas paredes, a nadie le importa de donde vienes, cómo eres. Sólo eres un trozo de carne al que echarle un par de monedas.
Espero.
Espero y pienso en las noticias, en el partido. Esta noche va a ser dura, más de lo normal. Pienso en todos aquellos sin dinero, cuyo equipo pierda, y en todas aquellas que caminan por la calle. Tan sólo caminan por la calle.
Espero.
Evito pensar. Evito mirar el reloj, recordar la fecha. Mis oídos apenas oyen ya a mis compañeras, sus gruñidos de dolor. Mi pelo está arreglado, mi vestido ajustado, mis piernas cruzadas y mi boca cerrada.
Sentada en aquella cama, aún con el olor del anterior resbalando por mi pierna, veo cómo se abre la puerta.
Evito pensar; ya no oigo. Sólo espero.
Espero no sentir.
Espero a que acabe.
Espero.