Traición, Deserción y Nuevo Comienzo

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Si bien la victoria en lo que solía ser Gryndermalt trajo tranquilidad a los habitantes del continente de Aênbar, la predicción del difunto rey Freder Lunderwend no estaba del todo errada. La desmoralización de su pueblo se hizo notar en las familias que se rompieron debido a aquella guerra; pues muchas madres, padres, hijos, hermanos y amigos fueron para no volver más. Culpaban de todas las desdichas a Odillia de Grik y exigían que fuese desterrada de Maënspanes para siempre, y que ningún otro reino humano le ofreciera asilo, ya que también la veían como parte de la Reina Maldita. Los soldados sobrevivientes, así como el resto de los magos y hechiceras, estaban a varias semanas de viaje a pie y estaban tan agotados mentalmente que les fue imposible abrir el más simple de los portales. Su ausencia no hizo más que agravar la situación.

— No sacas nada con echarte la culpa, niña— le dijo la reina Tairûna a Odillia, quien estaba rezando sin parar en el templo de Ansbark. La reina se veía demacrada y triste, pero su prestancia y su altivez seguían intactas, aún cuando sus ojos parecían espejos rotos debido a los días de intensa tristeza.

— Debí haber sido más fuerte— murmuraba Odillia, arrodillada y penitente—. Si hubiese tenido la fortaleza para detener al nigromante y evitar que corrompiese a mi hermana, nada de esto habría pasado. Todo este sufrimiento, toda esta desesperación es culpa mía, es culpa de mi debilidad.

— Lo hecho, hecho está— dijo la reina, retirándose del lugar—. Puedes revivirlo en tu memoria, mas no puedes cambiarlo. Deja de torturarte con eso.

Odillia no consiguía encontrar sosiego entre tanto rechazo mientras los días pasaban en el reino de Maënspanes. Su salud también había comenzado a empeorar debido a las constantes presiones y a los malos tratos que recibía por parte de los maënspaninos, y, a modo de consecuencia, no le quedó más remedio que aislarse de lo demás en uno de los cuartos del castillo. La joven tampoco sabía de la existencia del hijo que llevaba en sus entrañas, y eso hizo peligrar su nuevo destino y el de Aêder también.

Una mañana, un gran grupo de pobladores se congregó y comenzaron a protestar en las afueras del palacio, exigiendo ver a Odillia para lincharla. La reina Tairûna había caído víctima de la pena y no tenía fuerzas para levantarse de la cama, ya que estaba convencida de que su esposo e hijo habían muerto en la batalla. Eso no había hecho más que empeorar las cosas e incrementar el odio que los pobladores sentían por la joven Odillia.

— Si lo que quieren es lincharme, golpearme hasta que me maten, los dejaré hacerlo— se dijo Odillia finalmente, mientras se peinaba el cabello en una trenza simple y se arreglaba como de costumbre—. Después de todo, ya no tengo nada que perder— se decía a sí misma mientras se miraba en el espejo—. En la muerte podré volver a ver a mi familia y reunirme con Aêder—. Ella siempre vistió de forma modesta y con colores apagados como signo de respeto, olvidando a ratos que alguna vez perteneció a la nobleza. Lo único que tenía, que podía considerarse un poco ostentoso, era una pequeña diadema que había pertenecido a su madre, y que ésta le había heredado cuando cumplió los diecisiete años, hace cuatro años más o menos.

Salió con la frente en alto a enfrentar a la multitud, la cual la rodeó para abuchearla y culparla de la muerte de sus seres queridos. Odillia cerró los ojos y llevó sus manos a la altura de su barbilla en señal de oración. Escuchó cada insulto, cada acusación y cada llanto con total serenidad, tranquilizada finalmente por la aceptación. La multitud empezó a ponerse cada vez más violenta, encontraron insultante la actitud de Odillia, y comenzaron a lanzarle frutas y verduras podridas. La joven soportó esa humillación en silencio, mientras en su mente rezaba al compasivo Hähnya para que ayudara a aquella turba a encontrar la paz. El bullicio era mareador, pero la joven siempre se mantuvo fuerte y digna. Finalmente, la turba enmudeció y Odillia sintió una presencia a su lado, y escuchó como los proyectiles que algunos aún le lanzaban revotaban en metal, como si fuera un escudo. Cuando abrió los ojos y vio una enorme figura que la estaba protegiendo.

Aënis Lunderwend y el Caballero de la Armadura AzulWhere stories live. Discover now