El día de la batalla había llegado, los nervios se sentía en el aire, se podía percibir el hambre de guerra de los guerreros, porque en sus ojos volvió el brillo que todo valiente soldado Espartano debería tener.
Las mujeres vestidas como amazonas peinaban sus cabellos, símbolo de luchar con todas sus fuerzas.
Los ancianos gritaban por toda la ciudad palabras que causaban una euforia, esa oratoria expresaba una declaración de victoria.
Antocles el mejor orador de la ciudad, animó a los guerreros,influyendo valentía con estas palabras
— A los habitantes de está joven ciudad, llena de sueños, hermosas mujeres; en su tiempo, antes de este maldito conflicto, aquí los hombres construían hogares, un refugio para los desamparados y cualquier persona con el deseo de vivir en paz; todo esto era posible, hasta que los bárbaros de las montañas, sin educación, sin una noción de lo que es la cultura, que ni en su vida sabrán lo que es la literatura, política y el amor al conocimiento, descendieron de las alturas, como una plaga enviada de los dioses para atormentar a los ciudadanos de esta noble Polis. Pero uno de estos dioses o el propio destino, nos envió un grupo de valientes guerreros, más que unos lidiadores, una luz de esperanza para todos nosotros. Todos oiganme, les aseguro que obtendremos la victoria total, aplastaremos a los enemigos de las alturas. Así que confiad pues que hoy seremos triunfadores.
Con este maravilloso discurso el pueblo se sacudió a una sola voz, dando un grito de coraje que retumbó a través de las montañas.
Este rugido, como de un león, llegó a los oídos de los bárbaros guerreros de las cumbres, sus corazones se llenaron de temor, pero de todas formas bajaron a enfrentar a sus adversarios.
El sol se había ocultado y apenas se divisaban sus últimos destellos en el horizonte, y esta luz era interrumpida por una pequeña línea de trescientas treinta personas. Unas siluetas bien alineadas.
TODO estaba en completa oscuridad cuando se oyó un grito de guerra aterrador, que a cualquier mortal se le aflojarian los muslos, pero a los guerreros de la ciudad era un llamamiento doble, de triunfo o de muerte.
Ambos ejércitos enfrentados a algunos pies de distancia.
Se veía una desigualdad, no de números, sino de experiencia y logística, ya que el ejército de las montañas era en su totalidad una caballería con espadas largas y enormes lanzas.
De pronto el líder de las cumbres ordena la carga, trescientos cincuenta caballos arremeten contra un ejército joven y con poca experiencia en combate, pero de las últimas líneas de estas valientes huestes que estaban apostadas sin retroceder ningún paso, ascendieron flechas, miles de ellas por minutos caían sobre la caballería.
Cuando las flechas cesaron treinta valientes guerreros corrieron con la velocidad de un antilope, pero con la fuerza de un toro sobre la restante caballería.
Los soldados enemigos que sobrevivieron a las flechas formaron dos líneas de cien guerreros para hacer frente. La primera chocó con los valientes aguerridos soldados. Para el final de este enfrentamiento sólo perecieron cuatro valientes.
Al ver la segunda línea que habían perdido a una centuria, desmontaron y envainaron sus espadas en señal de un armisticio.
El valor de trescientas mujeres frenó a gran parte de la caballería.
Las ganas de luchar hasta morir por parte de 30 guerreros aniquiló a cien hombres de caballería.
Juntos estos esfuerzos le dieron la primera victoria, a una ciudad que venceria en la mayoría de sus batallas.