Después de reposar por unos minutos se miró en un gran espejo. La Catrina no es como muchos la pintan. En realidad tiene un rostro, piel, órganos y una mente — muy — pensante.
— Qué arrugada estoy — pensó para sí, ya llevaba un buen tiempo en el negocio. Abrió su guardarropa de madera y tomó una camisa blanca, un saco verde claro y un pantalón del mismo color. Después dos cajones de un mueble al lado fueron abiertos y una corbata roja junto a un par de tacones café fueron retirados. Procedió la flaca a vestirse… No, el colorido vestido junto al sombrero con que la conocemos lo usa sólo en los días en que se le rinde tributo a ella. Usualmente anda por las calles como toda una ejecutiva. Cabe decir que quizá su único crimen contra la moda o la decencia es que, desde que tiene el cargo, nunca ha usado ropa interior alguna.
Una vez arreglada, de uno de los cajones sacó una máscara y un par de guantes. Se colocó la apretada máscara antes de ponerse los guantes. Ambas prendas cumplían la misma función: hacerla ver diferente al resto. La máscara era la de un cráneo y los guantes tenían diseñados cada hueso de la mano, tanto por la parte posterior como por la anterior. Las personas que llegaban a conocerla jamás notaban que sus manos y su cabeza estaban cubiertas por unos guantes y una máscara. Sólo podían contemplar alguien sin rostro, piel, órganos o una mente — muy — pensante.
Tomó su bolso y lo colocó donde se debe. Se puso erguida y con ambas manos tomó sus costillas. Humo gris empezó a aparecer. El saco, la camisa y la piel se quemaron dejando ver los huesos y órganos de la catrina. Repitió el proceso en el centro de su espalda, exponiendo sus vértebras. Una vez hecho esto jugó con sus costillas, las movió de lugar, unió algunas cuantas con otras y para finalizar conectó tres de éstas con la vértebra quince, contando de arriba a abajo. Colocó su mano sobre su corazón latiente y tras un breve lapso la apartó. Entonces su corazón se detuvo aunque parecía no afectarle. Sosteniendo la mano en esta posición la regresó a donde estaba y en ese instante una sombra del tamaño y forma exactos de la flaca se generó en el lugar donde estaba, mas ésta había desaparecido.
En algún lugar de la Tierra, en un panteón donde se decía que por la noche se veía la inerte y estática sombra de la muerte, hizo acto de aparición la catrina, con sus ropas como nuevas. Ya eran las seis de la mañana y con mucha flojera empezó a caminar por entre las tumbas, recordando y disfrutando del paisaje. Se detuvo en una, la cual observó con cautela; estaba muy arreglada y no presentaba signos de deterioro. Decía en su leyenda “Alicia Pacheco. Requiescat in Pace”. — A ésta sí la querían, si apenas antier la maté —. Parada ahí, abrió su bolsa y agarró una pequeña libreta forrada en cuero. Buscó la última página escrita, donde se podían leer cinco nombres. Cada uno estaba seguido por una serie de números, del tal modo que eran cinco nombres y cinco series.
Se fijó en el primero, analizó los números y movió sus huesos de una manera diferente esta vez, como si de un sistema de coordenadas se tratara. Detuvo su corazón y soltó su mano hacia éste. Al instante estaba en un pueblo indígena. Al mismo tiempo se había desvanecido una parte de la sombra todavía fija en la casa de La Flaca, además de que ella sintió una fuerte punzada en su cabeza.
Frente a ella el panorama era sencillo: una única calle sobre la cual se desarrollaba toda la vida de una pequeña comunidad. Había casas de adobe y otras de lámina. Ella no veía a nadie alrededor pero se oían los ruidos de hachas, trapos mojándose y gallinas. La Catrina giró su cabeza a la derecha. Había un cerro y en éste un sendero. Al final del sendero se avistaba un hogar. Sin pensarlo subió.