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Flores de primavera

Chieko vio que las violetas del tronco del viejo arce habían florecido.

¡También este año florecen!, pensó, y así saludó a la recién llegada primavera.

En el estrecho jardín, cercado por las casas, el viejo arce tenía el aire de un gigante. Su tronco era más grueso que el talle de la muchacha. Pero imposible comparar el árbol, de corteza áspera, rugosa y cubierta de espeso musgo, con la juvenil figura de Chieko...

A la altura de las caderas de Chieko, el arce se torcía ligeramente y por encima de la cabeza de la muchacha describía un amplio arco hacia la derecha. Más arriba, las ramas se extendían en todas direcciones, dominando el jardín. Las puntas de las más gruesas colgaban pesadamente.

En su parte inferior, el tronco tenía dos hendiduras en las que se habían aposentado unas violetas que florecían todas las primaveras. Aquellas dos matas de violetas habían estado allí siempre, que Chieko recordara. Estaban separadas cosa de un palmo. Cuando Chieko creció, empezó a pensar: «¿Y si pudieran encontrarse las violetas? ¿Se conocerán?». Pero ¿qué significado puede tener, para unas violetas, «encontrarse» y «conocerse»?

Cada primavera, en las pequeñas hendiduras del tronco, las matas echaban hojas y daban flores, casi siempre tres, cinco a lo sumo, cada una. Cuando las violetas hacían su aparición, cada vez que Chieko las miraba desde el porche o desde el pie del árbol, sentía en su corazón una sensación de soledad.

«Aquí nacieron, aquí viven y vivirán...»

Los clientes que visitaban la tienda contemplaban con admiración el magnífico arce, pero casi ninguno advertía que en él florecían violetas. El grueso tronco, retorcido por los años y cubierto de musgo hasta muy arriba, era al mismo tiempo soberbio y esbelto. Las modestas violetas que lo habitaban apenas llamaban la atención.

Pero las mariposas sí las conocían. Cuando Chieko descubrió que las violetas habían vuelto a florecer, una nube de pequeñas mariposas blancas evolucionaba en torno al tronco del arce, cerca de las flores. El árbol, que empezaba a desdoblar sus hojitas rojizas, estaba envuelto en un halo de blancos destellos. Las violetas dibujaban delicadas sombras sobre el fresco musgo del tronco.

Era un día de primavera, tibio y brumoso. Las blancas mariposas revoloteaban por el jardín. Chieko, sentada en el porche, contemplaba las violetas. Parecía susurrarles: «Sois muy buenas al haber vuelto a florecer, tan lindas, para mí».

Muy cerca de las raíces del árbol se levantaba, casi hasta la altura de las violetas, un viejo farol de piedra. Su padre le dijo un día que en el pie del farol estaba esculpida una imagen de Cristo.

-¿No será la Madre de Dios? -preguntó Chieko-. Cerca de la capilla Tenjin de Kitano, vi una gran imagen de María que se parecía a ésa.

-Tiene que ser Cristo -dijo el padre, tajante-. No lleva al Niño en sus brazos.

-Ah, claro -asintió Chieko. Y después preguntó-: ¿Hubo cristianos entre nuestros antepasados?

-No, eso no. El farol debió de ponerlo ahí algún jardinero o picapedrero. No es nada extraordinario.

Seguramente, aquel farol procedía de los tiempos en los que el cristianismo estaba prohibido. La piedra era áspera y quebradiza, y la lluvia y el viento habían borrado el perfil del relieve, en el que apenas se distinguía ya el contorno de la cabeza, el tronco y los pies; pero seguramente ya en un principio fue un bajo relieve. Las anchas mangas le llegaban hasta el borde de la túnica. Las manos parecían estar juntas, y el pecho, henchido, pero ya era imposible distinguir su forma. De todos modos, aquella tosca figura tenía un aspecto muy distinto al de las pétreas imágenes de Buda o de Jizo.

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