II

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Monasterio y celosía

Hacía tres o cuatro días que el padre de Chieko, Sata Takichiro, se había retirado al monasterio que se escondía en un apartado rincón de Saga.

El monasterio no albergaba ya más que a una sola ocupante, una monja de más de sesenta y cinco años. La pequeña ermita pertenecía a la parte vieja de Kioto. Poseía un antiguo y bello historial. La puerta de entrada apenas era visible, situada como estaba en lo más espeso de un bosquecillo de bambúes. De este modo, pudo permanecer ignorada por los turistas, descansando en el olvido. Tenía, eso sí, un edificio anexo que en ocasiones se utilizaba para la ceremonia del té, si bien no era conocido como tal salón de té. La única habitante de la ermita salía poco, y cuando lo hacía era para dar clases de ikebana.

Takichiro había alquilado una habitación del monasterio. El lugar le parecía algo diferente.

La tienda de Sata Takichiro, un comercio de telas al por mayor, estaba situada en el centro de Kioto. La mayoría de los grandes comercios de los alrededores habíanse transformado ya en Sociedades Anónimas, al igual que el suyo. Aunque Takichiro era el propietario, había dejado los negocios en manos de apoderados. (A él lo llamaban ahora director general). De todos modos, en las transacciones seguía imperando el antiguo estilo comercial.

Desde muy joven, Takichiro demostró relevantes cualidades artísticas. Era un misántropo. No ambicionaba en modo alguno exhibir sus propias creaciones. Todas sus obras eran de excepcional originalidad y, por lo tanto, de difícil venta.

Su padre, Takichiro, observaba en silencio su modo de hacer. No faltaban en la casa los dibujantes, ni fuera de ella los pintores que ajustaban sus diseños a las exigencias de la moda. Pero al ver que su voluntarioso hijo recurría a las drogas cuando no conseguía sacar adelante un trabajo y que dibujaba los más extravagantes diseños para las muselinas estampadas, lo mandó a un sanatorio.

De todos modos, desde que Takichiro se hizo cargo del negocio, sus diseños se habían hecho más prosaicos. Esto le intranquilizaba y decidió recluirse en el monasterio de Saga para ver si allí encontraba mejor inspiración.

Después de la guerra, los dibujos de los kimonos habían sufrido una notable alteración. Los extraños diseños que Takichiro concibiera bajo los efectos de las drogas eran considerados ahora como modernas abstracciones. Pero él contaba ya más de cincuenta y cinco años.

«¿Y si probara con el estilo clásico?», murmuraba para sí con frecuencia. Porque entonces desfilaban ante sus ojos esplendorosas tradiciones. Dibujos y colores de antiquísimas telas bullían en su cabeza.

Cuando paseaba por los célebres jardines, montañas y campos de Kioto dibujaba incesantemente bosquejos para estampados de kimono.

Hacia mediodía llegó Chieko, su hija.

-Padre, ¿quieres torta de judías de la tienda de Morika? Aquí te traigo una.

-Oh, gracias... Me gusta la torta de judías de Morika, pero que hayas venido me gusta más todavía. ¿Te quedarás hasta la noche, para dar alas al pensamiento de tu padre? A ver si se me ocurre un buen dibujo.

Como propietario del negocio, Takichiro no tenía necesidad de crear diseños. En realidad, sus dibujos eran más bien un impedimento para las ventas. En la tienda, Takichiro tenía su pupitre junto a la ventana del fondo de la sala de recibo que se abría sobre el jardín en el que se levantaba el farol cristiano. Allí sentado pasaba la mitad del día. Detrás del pupitre había dos viejas cómodas de madera de Pawlownia en las que se guardaban pedazos de antiquísimas telas chinas y japonesas. El arcón situado junto a las cómodas estaba lleno de grabados de fábricas textiles de todo el mundo.

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