III

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El barrio de las telas

¡Es asombroso que en una gran ciudad como Kioto las hojas de los árboles tengan un color tan hermoso!

Y no digamos los bosquecillos de pinos del palacio imperial de verano de Shugaku-in, o los árboles de los grandes jardines de los viejos templos. No es menor la admiración que despiertan los sauces llorones de la calle Kiyamachi, los de la orilla del río Takase, los de la Quinta Avenida y los de la orilla de Horikawa, en el populoso centro de la ciudad. Son auténticos sauces colgantes. Sus finas ramas, de un verde suave y delicado, caen hasta el suelo. Igualmente delicados resultan los abetos rojos que cubren las suaves laderas del Kitayama, la Montaña del Norte.

Y todo esto ahora, en primavera. Se veían los colores de las tiernas hojas de los bosques del Higashiyama, la Montaña del Este, y en los días claros se divisaban los distintos tonos del follaje del monte Hiei.

Es innegable que la belleza de los árboles tiene su origen en la belleza de esta ciudad, siempre tan limpia. Hasta los estrechos callejones del barrio de Gion, de casas antiquísimas, sombrías y modestas, se conservan casi impecables.

Lo mismo sucede en el sector de Nishijin, donde se fabrican las telas. Aquí se suceden los pequeños talleres de aspecto desolado y, sin embargo, en las calles no hay asomo de suciedad. Las cancelas de las puertas pueden ser pequeñas, pero no hay en ellas ni una mota de polvo. Ni en el Jardín Botánico se ve un papel en el suelo.

En el Jardín Botánico construyeron sus viviendas las tropas americanas de ocupación. A los japoneses les estaba prohibido el paso. Pero cuando los ocupantes se marcharon todo recobró su antiguo aspecto. Había en el Jardín Botánico una avenida bordeada de árboles de alcanfor que era la preferida de Otomo Sosuke, habitante del barrio de tejedores de Nishijin. No eran muy altos los árboles, ni muy larga la avenida, pero a él le gustaba pasear por allí. También cuando reverdecían las ramas…

Mientras tableteaban los telares, él solía pensar: «¿Qué habrá sido de los árboles? ¡Los ocupantes no pueden haberlos talado!».

Sosuke esperaba que el jardín volviera a abrirse. En sus paseos, después de visitar el Jardín Botánico, solía seguir un trecho por la orilla del río Kamo. Desde allí podía ver la Montaña del Norte.

Casi siempre estaba solo. No disponía más que de una hora para aquellos paseos, pero la aprovechaba y disfrutaba. En esto estaba pensando cuando su esposa le gritó:

—Te llama por teléfono el señor Sata, al parecer desde Saga.

—¿Mi amigo Sata? ¿Y desde Saga?

Sosuke se levantó y fue hacia el despacho.

Al maestro tejedor Otomo Sosuke y al comerciante Sata Takichiro los unía, además de sus relaciones comerciales, una estrecha amistad, aunque Sosuke era cuatro o cinco años más joven. En su mocedad habían hecho muchas locuras juntos, pero con los años sus caminos se habían separado.

Sosuke cogió el teléfono.

—Aquí Otomo. ¿Cómo está? Hacía mucho tiempo que no sabía de usted.

—¡Oh, amigo Otomo!

La voz de Takichiro sonaba con inusitada jovialidad.

—¿Está en Saga? —preguntó Otomo.

—Sí, escondido en un apartado monasterio de monjas.

—Eso me resulta un tanto sospechoso, si me permite la observación —dijo Sosuke en tono deliberadamente cortés—. ¡Hay tantas cosas en los conventos…!

—No, no; es un auténtico monasterio, con una única y anciana monja.

—Eso está bien. Una única monja. Pero también podría el señor Sata esconder a alguna jovencita.

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⏰ Última actualización: Nov 16, 2018 ⏰

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