Los autómatas

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Era una noche lúgubre y solitaria que rondaba por las calles de aquella inquietante ciudad, la extensa neblina anunciaba la llegada del joven pregonero con su campana en mano. Solo se veía su silueta que se combinaba con la oscuridad y el sonido del metal que en su pierna arrastraba. Quizá por una lesión o un dolor crónico debido a sus rondas nocturnas. Se escuchaba junto con su potente voz que resonaba por los recovecos de los edificios y casas de aquel peculiar sitio.

─¡Todo sereno y tranquilo en la media noche! Ya es dieciséis de Junio.

Cierto era que al lado del joven pregonero, había una casa, muy diferente del resto de las estructuras victorianas que abundaban por aquellas calles húmedas y estrechas, en ella había una ventana abierta. Golpeaba con tal fuerza las paredes que apenas se escuchaban las campanadas de un reloj enorme anunciando el comienzo de un nuevo día.

Esa casa en particular inquietaba siempre al joven pregonero, sus enormes paredes grises con algunas ramas entrelazadas, pináculos por todo el tejado desgastado y esos ventanales cristalizados que hacían ver una tenue luz en la sala de ese hogar. 

Era habitual en él que llegara a esa ventana para cerrarla, luego de acomodarse un poco la placa metalizada de su pierna, se dirigía a la puerta de entrada que ya se encontraba abierta.

─¡Feliz dieciséis de Junio señor Sevilla! ─gritó el muchacho─. Mil bendiciones para usted en esta fecha de su aniversario... No recuerdo cuántos inviernos pero, bien ¡Felicidades!

Una voz ronca y desgastada azotada con una intensa tos se escuchaba entre algunos artefactos que inundaban el gran salón, la mayoría de ellos pequeños autómatas que funcionaban con engranajes parecidos a relojes. Juguetes a la vista de muchos, reliquias a los ojos opacos de aquel solitario anciano.

─No hay nada que celebrar, mocoso ─respondió tan seco como una hoja marchita en el desierto.

El señor Sevilla se sentó en un sillón, su pipa ya estaba encendida y a su lado se hallaba una mesa pequeña, en ella un retrato. Había una copa de vino que servía de hogar a una pequeña rosa marchita la cual cambió por otra reluciente echándole un poco de agua.

Tomó de su lado derecho a un pequeño muñeco manejado por cables y le dio algo de cuerda, dejó su taza de café sin terminar y una hermosa canción de cuna empezó a sonar del peculiar autómata, que parecía tocar con majestuosa alegría.

─¿Cuánto tiempo ha pasado señor Sevilla?

─Desde hace un tiempo ya he contado cuatrocientos cincuenta días en la que estoy muerto, como este muñeco, míralo muchacho, allí esperando que le de cuerda para poder cumplir con su función, ella se fue... Puedo decir que este diminuto autómata tiene más deseos de vivir que yo.

El joven pregonero siempre iba a la casa del señor Sevilla después de la media noche, se servía un pedazo de pan con un café dulce. Algo que al anciano le gustaba por demás, él fue quien le colocó aquella placa metalizada en su pierna luego de haberse caído de una pared mientras espiaba a una joven desde su ventana colocándose su corset de noche. "Me perseguía un perro enorme" decía, pero al señor no se le engañaba tan fácilmente.

─Ya está saliendo el sol ─comentó el muchacho, pero el señor seguía viendo el retrato de su difunta esposa sosteniéndola con su temblorosa mano izquierda, el humo de la pipa que nunca se apagaba y ya unas cuantas tazas de café en la mesita a medio terminar.

¡Pobre anciano, cuánto añoraba la felicidad que le profería su difunta amada! aún se acordaba aquellos incontables momentos de dicha y felicidad en aquel mismo hogar que antes brillaba en sus paredes. Bailando ambos al ritmo de un pequeño autómata que no paraba de tocar para que sus queridos dueños no dejasen de dibujar la bella sonrisa en el anochecer.

Pero un terrible mal cayó sobre su hogar, la maldición de la enfermedad había tocado la puerta de la casa de los amados y ella no pudo resistir a la dura batalla contra su destino y el adiós que nadie esperaba escuchar se hizo presente.

El anciano nunca fue el mismo, ya no había corazón ni necesidades de sonrisa, la razón y el porqué se habían marchado para siempre de aquella casa.

El joven seguía insistiendo al anciano que saliera un rato a llevar el sol de la mañana que ayudaba a recargar energías que viera a las personas pero este con un ademán respondió:

─¿Qué voy a ver, a las personas? solo veré rostros comunes de gente sin sentido. Palabras vacías que no me llenarán de nada. Sólo puedo verla a ella, su voz, su hermosa sonrisa, no a esta horda de seres huecos que deambulan con sus sombreros, sus bastones y esos enorme relojes que un día yo les vendí.


El anciano intentaba levantarse para servirse un poco más de café, las tazas llenaban la mesita que a su lado tenía.
No le importaba, todo le daba igual, no cabía duda alguna.

El joven no insistió, se despidió del anciano cuando logró divisar a lo lejos a su madre que llevaba una canasta llena de manzanas verdes.
Su joven madre salía bien temprano para poder buscar un buen sitio para vender su mercancía y así llevar algo de dinero a su humilde morada. Al igual que su hijo debían cubrir la ausencia de una figura paterna en su casa.

Entre tanto el señor Sevilla volvió a dar cuerda a aquel diminuto autómata. Lo acariciaba mientras este empezaba a tocar otra hermosa melodía que llevó al anciano a perderse en sus pensamientos, se veía bailar con su amada y la sonrisa volvió a su semblante.
La felicidad estaba de vuelta en el alma de aquel anciano que en el sillón no quiso levantarse nunca más.


Las personas comenzaban a salir a sus trabajos, los caballos galopaban y se escuchaban el ruido de algunos motores a vapor de los vehículos. Hombres de traje y sombreros de copa, mujeres hermosas con sus abanicos y sombrillas observando a los militares que desfilaban por las calles húmedas.

Todos asumidos en su mundo al igual que en aquella casa, que el silencio de los pequeños muñecos anunciaron una trágica noticia.
Al pasar los años, los autómatas seguían tocando, esta vez más fuertes y con propósitos en esa noche del dieciséis de Junio, pero ahora era el joven pregonero que danzaba con su querida esposa y sus tres pequeños hijos en aquella casa que aún conservaba el retrato del anciano señor Sevilla y su amada, sonriendo mientras los autómatas los revivía con cada dulce melodía.

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