El Príncipe me miraba desde alli con su semblante tranquilo y su tonalidad pateada.
La sangre huyó de mi cuerpo. Bajé del auto. Y cuando miré, ya no había nadie en el asiento de atrás. Volví a subirme y seguí el viaje, convencida de que era necesario llegar y descansar.
Una vez en mi hospedaje, dejé todo en el auto como estaba para no perder tiempo, entré y fuí a acostarme. De nuevo el Príncipe apareció, tranquilo, frente a mí. Intenté llamar a alguien, a cualquiera, pero nadie parecía oirme. Cerré la puerta del cuarto dejandolo afuera. Después de horas de febril imsomnio, agotado, mi cerebro se apagó.
Pasaron los días y regresé una vez cumplidos mis compromisos.
Hace ya muchos años de eso, con el tiempo me di cuenta de que era inutil intentar que el Príncipe dejara de estar conmigo. Entendí que era una presencia inevitable. Por algún motivo le agradaba mi compañía. Intenté contarles a mis amigos lo que me pasaba. Nadie me creyó. Después de todo son mis amigos, tan incrédulos como yo para este tipo de cosas.
