5 | πέντε | La furia del Mar

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Nota de la autora: Si habéis leído más adaptaciones mías de otros mitos griegos, sabréis que sigo los argumentos originales pero cambio/extiendo algunas escenas. El mito de Medusa es uno de los más tristes que he leído, y básicamente toda su maldición viene por esto. Las siervas de Atenea juraban mantener la castidad, pero a Medusa la forzaron. No voy a describir la escena de forma explícita pero el tema seguirá siendo el mismo.

 No voy a describir la escena de forma explícita pero el tema seguirá siendo el mismo

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Medusa apenas era consciente de lo que ocurría. Creía estar atrapada en una pesadilla, pero sabía que si hubiera una pesadilla tan horrible como la que estaba viviendo, se debía haber despertado... No tenía una escapatoria tan sencilla como abrir los ojos. Los muros del templo de Atenea se habían convertido en su prisión, y ni siquiera conocía cómo había regresado al templo. Recordaba que huyó hasta un acantilado próximo en cuanto escuchó la voz de Poseidón, pero sus memorias más recientes se transformaron en unas pocas secuencias confusas desde que él apareció.

Ella sentía dolor, de esa sensación estaba segura, además del miedo. Notó un molesto hormigueo en su mejilla, y con torpeza, tocó la zona dolorida para comprobar la hinchazón. Observó que había restos de su sangre en la comisura de sus labios y se incorporó de un modo dificultoso. Entrecerró los ojos, y la imagen de un golpe le vino a la mente como el destello de un rayo. Poseidón la golpeó y la trajo a rastras hasta allí, pero en ese momento ella se encontraba sola.

—¿Qué ha... pasado? —susurró para sí misma.

Formuló la pregunta equivocada, porque la correcta era qué estaba a punto de pasar.

La joven hizo el pésimo intento de levantarse, pero antes de poder incorporarse sobre sus rodillas, sintió otro golpe más fuerte en un lateral de su cabeza. Su cuerpo impactó contra el suelo de piedra, y desde su posición, pudo observar la figura de Poseidón que cada vez se acercaba más hacia ella. Conforme el dios avanzaba, ella retrocedía.

Poseidón ignoró los gritos de Medusa, hizo caso omiso a sus súplicas y actuó con un perfecto ajuste a su creencia de la venganza. No sirvió de nada que ella intentara negarse con todas las palabras sinónimas a la misericordia que conocía. Tampoco fue útil que tratara de defenderse a base de golpes. No podría detener a aquel dios ni con la fuerza de mil mortales, y no solo por el hecho de que fuera un ser divino, sino por el género masculino que le definía.

—¡Aléjate de mí! —exclamó e hizo el pésimo intento de abofetearle.

El dios agarró sus finas muñecas entre sus puños, colocándose sobre un cuerpo que temblaba con desesperación. Ella trató de librarse de cada forma que se le ocurrió, pero el siguiente golpe que Poseidón asestó en su dolorida mejilla acabó con sus fuerzas. Su vista estaba nublada tras el impacto. Observó los ojos azules de su abusador, y esa imagen la transportó a otra escena distinta. Imaginó que estaba en las costas de la península de Ática, con la sensación del agua helada procedente del Mar Egeo bañando sus pies. Sin embargo, a pesar de que permanecía inmóvil en la orilla, la marea seguía avanzando. Las frías olas subían por sus piernas, y en pocos instantes, las peligrosas aguas habían llegado a su cuello. Tenía la certeza de que podía nadar... pero, a veces, el conocimiento de un mortal podía ser inútil contra la sabiduría de la naturaleza. Ese argumento tenía mayor peso porque la divinidad encarnaba la propia naturaleza en el mundo que Medusa habitaba, y que supiera nadar no le garantizaba que fuera a ahogarse.

El Mar era demasiado cruel, y ella, demasiado débil.

Medusa sintió que las aguas se alborotaban bajo sus pies. Un remolino se formaba poco a poco, que no tardó en arrastrarla hasta las profundidades azules. Percibió un duro impacto contra el fondo, y el roce de las afiladas rocas le hizo sangrar. Su propia sangre flotaba en la inmensidad, recordándole que perdía el líquido que la mantenía viva, al igual que los restos de aire condensados en su pecho. El peso del Mar empezaba a aplastarla, y conforme transcurría su tiempo atrapada en él, se agotaban sus fuerzas por contener la respiración. Terminó gritando, dando brazadas para estar un palmo más lejos de su prisión de arrecife, pero solo consiguió que el agua se introdujera en su garganta, helando el interior de sus costillas, anulando que pudiera respirar y vivir. El sabor a salitre se mezcló con su propia rendición.

El Mar se fue, y Medusa no era la misma cuando volvió a la superficie. Ella no había estado en aquellas aguas pero sabía que se ahogó en ellas.

Tumbada en mitad del templo de Atenea, con las ropas rasgadas y el cuerpo magullado, apenas le quedaban lágrimas. El Mar sumergió su vida y se llevó la fe en los dioses que guardaba su corazón. Medusa creía estar sola, pero hubo más ojos que fueron testigos de aquella escena, y Atenea fue uno de ellos. La diosa de la sabiduría no acudió a socorrer a su sierva, pero se ofendió tanto por su comportamiento que la maldijo para arrebatarle toda su humanidad. La estatua de Atenea que adornaba el templo empezó a quebrarse hasta quedar destruida. Medusa creyó perder toda esperanza entonces, pero desconocía que otro testigo vio aquella pesadilla desde un palacio del Inframundo.

El viaje desde el reino de Hades hasta la tierra de los mortales consumió el espacio de tiempo para frenar a Poseidón. Nadie podría haber llegado a término para evitar lo que pasó, pero sí para salvar a Medusa. Eso hizo la diosa de cabello escarlata que llegó al templo mediante una grieta que se abrió en el suelo. Era Perséfone.

La reina del Inframundo se acercó a la moribunda Medusa. Nadie podría frenar la maldición de Atenea, pero al menos, Perséfone podría darle un refugio. Ella sabía bien qué significaba estar prisionera, pero su cautiverio terminó con un final feliz. La bondad que mostró el dios Hades no era comparable a Poseidón. Medusa fue sometida a un castigo que asesinó su alma. Su cuerpo estaba ahí, pero en realidad, estaba muerta.

—¡Dichosa fortuna! —gritó Perséfone, acunando el rostro de Medusa entre sus manos con delicadeza—. Dioses y hombres nos convierten en los motivos de una guerra o los caminos para ejercer su venganza... Nosotras les damos la vida, y ellos nos la quitan o la transforman en algo miserable.

Perséfone levantó el menudo cuerpo de Medusa, dispuesta a conducirla a un lugar más seguro. La diosa silbó para llamar a Ruina, el caballo de su esposo, y colocó a Medusa sobre su lomo negro. Entraron en la escalera descendente que se formó bajo la grieta y avanzaron hacia el Inframundo, ese lugar de muerte para muchos que ofrecía mayor paz que la vida. Vivir era una batalla constante en la tierra de los mortales, y Medusa no podía luchar más. Quizás encontrara un hogar en el temido Inframundo para agradecer cada día a aquella mujer de pelo rojo y olor a flores que la salvó.

 Quizás encontrara un hogar en el temido Inframundo para agradecer cada día a aquella mujer de pelo rojo y olor a flores que la salvó

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El grito de Medusa | Medusa, Poseidón y AteneaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora