9 | εννιά | El viaje de Perseo

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Una maldición parecía insuficiente si Atenea la comparaba con una sentencia de muerte

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Una maldición parecía insuficiente si Atenea la comparaba con una sentencia de muerte. La noticia del embarazo de Medusa llegó a sus oídos y su furia al respecto no conocía límites. Helios le había contado que apenas podía ver la Hiperbórea desde su carro de luz, pero que había oído el dolor de aquel monstruo que una vez fue su sierva.

Fue entonces cuando los caminos de Atenea y Perseo se cruzaron.

Perseo nació hacía menos de dos décadas. La historia de su nacimiento empezó con el matrimonio de su abuelo Acrisio, el hermano gemelo de Prito. Ambos eran reyes que mantenían una larga disputa fraternal.

El rey Acrisio de Argos se casó con Eurídice, hija de un poderoso rey espartano. Su única descendencia fue la hermosa Dánae, que encabezaría un mal augurio. Las voces del oráculo de Delfos decían que su nieto le asesinaría. Acrisio temía tanto su destino que encerró a su propia hija en una celda de bronce. Los años pasaron y la belleza de Dánae aumentaba aunque estaba oculta bajo tierra. Pero su escondite solo servía para mantenerla alejada de los mortales, no de los dioses.

Zeus contemplaba a Dánae, con la piel translúcida por todo ese tiempo sin ver el sol y la falda amarilla de su peplo. Los barrotes de hierro y los metros de aquella grieta que construyeron los hombres de Acrisio le separaban de ella. Pero, una mañana, la lluvia acarició su piel mortal. Una única nube lloraba sobre su prisión y sus gotas de oro recorrieron su cuerpo.

Pasaron los años cuando Acrisio y su hueste descubrieron que Dánae no estaba sola en su celda. Un niño que compartía la sangre de su madre y el icor de Zeus vivía allí, y si las profecías eran ciertas, sería el final para el rey de Argos.

—Tú me encerraste para salvar tu vida, padre. Pero tus intentos por conservarla serán en vano si obras la destrucción contra mí o Perseo —dijo entonces Dánae con el niño en brazos—. Mi hijo es tan mío como de Zeus y es tan hombre como dios.

—¡Si es el hijo de Zeus, júralo ante él! —gritó Acrisio, y condujo a su hija por la fuerza hasta el altar del patio en honor al dios de dioses.

—¡Fue Zeus quien me dio a mi hijo y fui yo quien le dio la vida!

Esperaron una respuesta por parte del dios, que la estatua se levantara o que un rayo emergiera entre los cielos. Pero la piedra se mantuvo inerte y las nubes, inmóviles.

—¡Mientes! —espetó Acrisio, y se dirigió a sus subordinados—: ¡Construid un arcón para esta necia y su bastardo! ¡Arrojad sus cuerpos al mar cuando acabéis!

Dánae no se opuso a la sentencia de su padre. Sabía que Zeus velaría por la vida de su hijo desde lo alto. Albergó esa esperanza desde que comenzó su partida por las aguas del este. Las olas del Mar Egeo mecieron el arcón hasta que alcanzaron el territorio de Sérifos. Ella no dejó de abrazar a su hijo durante la travesía. Sintió que el padre de su hijo había avisado a su hermano para que los mares estuvieran en calma. En ese arcón viaja el hijo de Zeus, el semidiós de Argos que será otro de los sobrinos de Poseidón. Dánae cantaba una canción para que su hijo durmiera en ese estrecho y cerrado buque de madera. La oscuridad de su interior albergaba la música de su voz. El agua actuó como un estanque hasta que madre e hijo alcanzaron la isla de las Cícladas.

El grito de Medusa | Medusa, Poseidón y AteneaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora