Ningún mortal podría ver un lugar tan bello como los Campos Elíseos durante su vida. No existía un rincón en las tierras de Grecia o en otro lugar exótico del mundo donde se respirara tanta paz y se distinguiera tanta hermosura.
Perséfone pensó que Medusa merecía verlo, y deseó que viviera allí bajo su protección durante cada día de la eternidad. Sin embargo, sus anhelos se tornaron ceniza en aquel lugar de esperanza. Nunca olvidaría que esos campos fueron un refugio para ella durante los primeros días que pasó en el Inframundo.
—Cuando fui prisionera, acudí a este sitio para recordar los jardines del Olimpo. Entonces comprendí que el Inframundo era el lugar más bello que había visto jamás. Llegué a sentir envidia de mi esposo por tener la oportunidad de pasear en estos caminos cada día... —pronunció Perséfone mientras clavaba su mirada en el horizonte—. Cada brizna de hierba verde que el viento mueve, cada flor que florece bajo este cielo con un azul más puro que el Mar Egeo, cada trozo de tierra que se convierte en un sendero de calma, cada templo de piedra blanca que es un hogar para héroes y reyes caídos.
Los ojos de Medusa se habían vuelto blancos por completo, y ante su continuo silencio, la diosa supuso que ni siquiera podría llegar a contemplar el paisaje que se extendía a su alrededor.
—Hasta un dios desearía ser un mortal para descansar siempre aquí.
Una lágrima gris recorrió la mejilla de Medusa como una gota de acero fundido. Perséfone se acercó a ella para abrazarla, pero ni siquiera aquel gesto le sirvió como un consuelo. Estaba entre sus brazos como una abeja en busca del néctar de una flor. Vivía gracias a ella. Percibía el aroma a las flores de granada como su salvación.
—Ojalá pudiera hacer algo más, Medusa.
—Tu marido lo está haciendo por ti —enunció una voz.
La diosa se sobresaltó. Creyó por un instante que Medusa había pronunciado esa frase pero sus labios estaban inmóviles. La voz provenía de la entrada al panteón. Atisbó una figura femenina oculta bajo una capa del color de la lavanda. La capucha que llevaba escondía su cabello, pero Perséfone reconoció esos rizos de oro.
—Afrodita... —masculló—. ¿Qué te trae al Inframundo?
—La familia. —Afrodita se quitó la capucha y se acercó. Su piel brillaba como un astro más que alumbraba los campos—. Los rumores sobre la afrenta entre Poseidón y Hades llegaron con presteza a los oídos de Zeus. Tu padre está contrariado.
—Mi padre siempre está contrariado...
—Esta vez con un buen motivo. No cree necesario que Hades olvide sus deberes aquí para castigar a Poseidón por algo tan nimio como una mortal descuidada.
—¿Una mortal descuidada? —reaccionó Perséfone—. ¡Poseidón debe pagar por lo que hizo! ¡Y tú también por lo que dices! ¡No me obligues a llamar a Cerbero para que te arranque la piel a tiras!
—Eres tan ingenua. Hablas como si hubieras nacido ayer. Parece que tu madre no te ha mantenido al corriente de las historias de tu padre con las ninfas u otras mortales. El Olimpo se quedaría vacío si Hades se encargara de cada dios que se ha aprovechado de su poder.
—Es una desgracia que todos esos dioses se salgan con la suya, pero no será así por esta vez. Al menos, mi marido y yo dormiremos más tranquilos si Poseidón no vuelve a atacar a una mujer, ya sea mortal o diosa. Tú no has visto lo que yo vi ni cómo encontré a Medusa.
—Y te diriges a ella como si fuera uno de los nuestros... —Afrodita agitó la falda de su peplo con desaire—. ¿Qué tiene de especial esta mortal?
Afrodita se sentó al lado de Medusa. Atendió a la peculiar forma de su pelo. Las ondas que caminaban a cada lado de su cuello como ríos dorados. Ni siquiera la diosa del amor tenía un brillo tan puro como el suyo. Sintió envidia de esa belleza, e imaginó cómo Poseidón la habría contemplado. Ese cabello rubio, la piel de marfil, la cara como uno de esos bustos de mármol que esculpió Dédalo. Creía que su imagen hacía suspirar a todos los dioses del Olimpo, pero había mortales como ella que rivalizaban con su belleza. Si un solo dios la olvidaba podía tomar ese acto como una ofensa. Estaba dispuesta a dar con cada una de esas mujeres para apagar esos atributos que arrancarían el corazón a los dioses.
—Es bellísima —reconoció Afrodita mientras le acariciaba el pelo—. No es de extrañar que Poseidón se encaprichara de ella.
—Deberías marcharte. El Inframundo no es lugar para ti. Hades volverá pronto, y puedes decirle a mi padre que gobierno bien este lugar en su ausencia.
—Pues dile a tu marido que no se ausente más veces o Zeus tendrá que intervenir.
—¿Te atreves a venir a mis dominios y darme órdenes? No soy una simple diosa para que me trates como una igual, Afrodita. No olvides que soy una reina, y como tal, soy yo quien debería darte órdenes mientras estés en el Inframundo.
—Pues lo único que podrás hacer en este asunto será un camino de flores para expulsar a Medusa de aquí —gruñó Afrodita.
Un destello rosa ocupó el cabello de Medusa, que se extendió desde la raíz a la punta hasta transformar uno de sus mechones en una serpiente. Luego, apareció otra más. Pasaron pocos instantes hasta que emergió la siguiente. Un conjunto de serpientes se movían en su cabeza. Movían sus lenguas bífidas y apuntaban a Perséfone como su peor enemiga. Todo el veneno escondido en las entrañas de Afrodita se concentró en sus fauces.
—Los monstruos no pueden habitar en los Campos Elíseos. Mira esos ojos y esas serpientes. Su piel se está tornando cetrina y están creciendo escamas en sus brazos y piernas. Solo hay un lugar para ella...
—Tú no tienes poder para ejecutar una maldición así —replicó Perséfone—. ¡La diosa Atenea debe estar involucrada en esto!
Afrodita sonrió. Perséfone tomó ese gesto como una afirmación.
—Decidle a alguno de vuestros subordinados que se lleven a la bestia a la región Hiperbórea. Vivirá allí con Esteno y Euríale. Estamos siendo misericordiosos con su vida. Quizá la mejor opción para ella sea morir pronto.
—Ya está muerta... —masculló Perséfone con lágrimas en los ojos—. No habrá lugar para ella si no es este.
—Pues que desaparezca o beba el agua del río Lete para olvidar su pasado. En cualquier caso, esto ya no supondrá un problema para el Olimpo a no ser que decidáis seguir albergando a Medusa o castigando a Poseidón.
Ella volvió a colocarse su capucha y se encaminó al exterior del panteón.
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El grito de Medusa | Medusa, Poseidón y Atenea
Ficción históricaEste es el mito de Medusa, una mortal que supo que hay monstruos que son víctimas y dioses que son monstruos. ** Medusa era una mujer preciosa con el cabello dorado antes de convertirse en el monstruo q...