12 - Espera

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—Ya van más de dos horas que estamos acá, hijo.

—Bueno, si querés andate.

—No, está bien.

—Entendeme.

—Lo intento. ¿Te acordás a qué hora la habías visto?

—No, sé que me había ido en la segunda materia. Nunca me fijé la hora.

—¿Y si ya se fue?

—Por las dudas, me quedo. Selena me salvo, pa.

—Lo sé, ¿y si ella había estado ese día por pura casualidad? Tal vez, el destino la había enviado para salvarte. Gracias a Dios, sino no vivirías más, ni tampoco yo.

—¿Por qué vos?

—Cuando tu mamá me contó por primera vez de vos, hace mucho. Fue en la época que tenía pelo. Trabajaba en el restaurante Mario's. No existe más, pero antes del dos mil y un poco más, fue el más concurrido. Hacían filas, la gente era capaz de esperar cuatro horas para conseguir un asiento, ¡cuatro horas! Tan loco.

—...

—Es que era el sabor del mundo, en Argentina. Tenías que verlos, se sentaban, y sin darle tiempo a que el mozo regresase con el pedido de bebidas, se iban con el plato vacío de acá para allá llenándolo de comida. Varios se dedicaban a comer, ni siquiera hablaban entre ellos; creo que hasta algunos ni tomaban gaseosa.

—Eso es imposible, ¿cómo haces para comer sin tomar? Te morís atragantado.

—Tampoco para tanto, ¿te imaginás? Fue el gran sueño argentino, una persona que soñó tan alto y lo logró: que millones de personas se sintieran en casa, comiesen hasta reventar, en un lugar que tuviese toda la belleza del mundo.

—Que increíble.

—Hasta concurrían los famosos más top, de esa época. Me saqué miles de fotos. Ni se dónde están. Yo era el que vendía mesas. Lugares, instantes.

—¿Cómo? Las mesas no se venden.

—Claro, vendía el tiempo. Estaba en una sala, pasando la cocina. Me llamaban para reservar. Por cuanta más gente conseguía ganaba más plata. Igual tenía mi lista de clientes. Siempre me llamaban. Las fiestas y reuniones de grandes empresas eran maravillosas. Veías mesas de hasta más de cincuenta personas, y existía un constante aire de gozo.

—Seguro eras lo más.

—Intentaba dar lo mejor, para darle lo mejor a ustedes dos: a tu mamá y a vos.

—Se que lo hacías, y lo haces.

—Teníamos nuestros espacios. Ella jamás venía a verme al trabajo, ni yo al de ella. Me acuerdo, un día que estaba lloviendo, era esa lluvia de película romántica, mágica. Analía, entró, empapada, con su paraguas amarillo, de mala calidad que se volaba con el viento y usaba en esas ocasiones. Me agarró de la mano y me sacó. Ella estaba feliz. ¡Lo que daría por escucharla una vez más! Llevó mis manos hacía su panza y me miró, no apartaba sus ojos de los míos. Estaba tan boludo, Isma, te juro, porque tenía a la mujer de mi vida, en frente, perfecta, tratándome de decir algo. Se puso a llorar y me expresó, con exactas palabras: «Va a ser nuestra alegría».

—Es como si me contases una historia que sólo sucede en los cines.

—Tu mamá era de los cines, le encantaban.

—¿Y quién me puso mi nombre?

—¿Querés saberlo? —preguntó Raúl.

—Sí.

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