2008

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Se acercaba el invierno y, aunque no era muy tarde, el cielo se iba oscureciendo a medida que el andén se llenaba de pasajeros. Algunos parecían volver a casa después del trabajo y otros estaban listos para un fin de semana en las afueras. Los bancos se ocupaban lentamente, con algunos asientos libres aquí y allá.

En uno de esos bancos, ella, con las puntas de las orejas enrojecidas, se miraba pensativa los cordones de las bambas. Eran negros, igual que las zapatillas. Hacía algún tiempo que quería cambiarlos por otros de algún color más llamativo, como rosa chillón o verde fluorescente. Pero lo cierto es que le daba pereza ir a comprarlos. Giró muy levemente la cabeza para mirar de reojo al chico que tenía a su lado. Le gustaba observarlo sin que él se diera cuenta. Le gustaba observar la línea de su mandíbula, no muy definida; el pelo revoltoso que le cubría las gafas; su nariz, que no le parecía ni grande ni pequeña. Casi desapercibido, el deseo inconsciente de grabarse todos esos detalles en la memoria hizo que diminutas descargas eléctricas salieran disparadas desde su corazón hasta las yemas de los dedos. Y sin querer, una mínima flexión de sus dedos alertó al muchacho.

La chica no lo vio, porque en su sorpresa miró rápidamente hacia el frente y fijó la vista en el andén opuesto, pero el muchacho, que estaba sentado junto a ella, dándole tímidamente la mano, se mordió ligeramente el labio, en un anhelo mudo. Los dos, en silencio, esperaban con angustia a que llegara el tren que los separaría. No querían volver a casa. Aún no. Tenían mil y una palabras atascadas en la garganta. Mil y una palabras que necesitaban decirse. Pero ninguno de los dos parecía atreverse a romper el silencio que se iba acumulando entre ellos desde hacía varios minutos. La urgencia les hacía dudar y con la duda se consumían sus últimos momentos a solas.

—Te... —tosió. La chica se aclaró la garganta, poniéndose roja de vergüenza—. Te llamaré, ¿vale?

El chico se quedó inmóvil y asintió. Ella dudó un instante, pero al final lo miró de reojo y pudo ver con qué fuerza apretaba él los labios, con la cara colorada y la barbilla apuntando hacia arriba.

—V...Vale.

—Vale —confirmó la chica.

Irremediablemente, el tren llegó. Las puertas se abrieron y bajaron un par de pasajeros. Él se puso en pie y dio un paso hacia adelante, tirando ligeramente de la chica. Ella, compungida, se soltó de la mano del chico y lo abrazó tan fuerte que él aguantó la respiración. No quería volver a mirarlo a los ojos. No en una despedida. Él se quedó helado. Ella era una chica práctica, no muy dada a las muestras de cariño, y aquello lo pilló completamente desprevenido. Tardó un par de segundos en corresponder el abrazo, pero fue tarde. Tan pronto se había aferrado a él, la chica se soltó y grácilmente saltó dentro del vagón.

De pronto, como una iluminación, vio como la chica sonreía, despidiéndose con la mano mientras las puertas del vagón se cerraban. No podía ser. No había oído siquiera el sonido intermitente que advertía del cierre de puertas. El chico se abalanzó hacia la puerta que en un suspiro había atravesado ella y la golpeó con ansiedad.

—¡Llámame!¡No te olvides! —gritó él con angustia—. ¡Te esperaré!¡Te lo prometo!

Ella se quedó paralizada y el tren empezó a moverse. No se lo esperaba. No de él. El chico vio como ella decía algo con lágrimas cayéndole por las mejillas. No la entendía. Solo vio que lloraba. Siguió la marcha del tren, esquivando a los pasajeros que acababan de bajar. Ella se quedó pegada al cristal, y parecía que le fallaban las fuerzas. Él corrió para verla otra vez. ¿Estaba llorando? ¿Él también estaba llorando? Tropezó con una maleta y un hombre lo increpó. El tren aceleró. Él se levantó del suelo y siguió corriendo, pero la había perdido. No sabía en qué vagón iba ella. Corrió hasta que el tren empezó a ser engullido por el túnel y con un último aliento, liberando por fin el dolor que se había acumulado en su garganta, gritó.

Una taza de caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora