Capítulo II

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Los primeros rayos de luz amenazaban con iluminar la ciudad. Las hojas de los árboles, que colgaban secas de las ramas, crujían mecidas por un viento suave y helado. Con el otoño, los días se habían ido acortando, dando paso a amaneceres cada vez más perezosos, ajenos al bullicio subterráneo que se gestaba cada día donde nunca brillaba el sol.

Tico se sentaba tranquilo al lado de su amo. El chico se había quedado pensativo y ya eran dos los trenes que se habían marchado del andén sin que este se inmutase. Se preguntó si acaso iba desaliñado. Se acarició la barbilla y las mejillas. Apreció algo de barba que ya pugnaba por salir a flote, pero nada más. El pelo lo tenía peinado hacia atrás, mojado por la ducha que se había dado en el vestuario al salir de las pistas de atletismo. ¿Quizás había confundido las partes del chándal? Tocó las caras internas del cuello y el pantalón. Eran del mismo conjunto. No alcanzaba a adivinar porqué pero tenía la sensación de que Ana lo había visto más raro de lo que él se sentía y eso lo había dejado un poco mosqueado.

Como un resorte, el chico se puso en pie, sorprendiendo al perro. Tico se levantó y esperó junto a Víctor a que llegara el siguiente tren. Cuando llegó, el perro lo acompañó dentro del vagón y se acomodó entre sus piernas, cerca de la puerta. A esas horas apenas había pasajeros, pero pronto cambiaría la situación. Rozaban las 7 de la mañana y eso significaba el inicio de la jornada para la mayor parte de la ciudad. Las puertas del vagón se abrían y cerraban en cada estación, en un fluir constante de pasajeros. La mayoría iban subiendo poco a poco, de dos en dos o tres en tres cada vez. Así hasta que llegaban a las paradas más céntricas, donde se concentraban grupos más grandes y no cabía un alfiler en el vagón. Un error de cálculo.

Normalmente, Víctor hacía el trayecto de ida y vuelta a las pistas a pie, como un pequeño calentamiento para el posterior ejercicio. Pero después de tantos días sin entrenar a fondo, y habiéndose despertado con uno de esos angustiosos episodios, el chico se sentía más cansado de lo normal y había preferido volver en metro. También decidió que, en cuanto saliera de allí, tendría que darle las gracias a Tico e ir a comprarle sus golosinas favoritas. Si no fuera por él, en aquellos momentos, Víctor estaría empotrado contra el cristal, empujado por la marabunta de pasajeros que se había reunido allí dentro en escasos minutos. Pero su compañero lo había mantenido a salvo. La gente se percataba de su condición y, por suerte, era lo suficientemente considerada como para dejarles un poco más de espacio, como una minúscula burbuja de oxígeno, tanto a él como a su inseparable amigo canino.

Además de sentir el roce, las puertas abrirse y cerrarse en cada parada y los murmullos crecientes, eran las oleadas de olores cambiantes lo que advertía a Víctor del ir y venir de pasajeros. Coco, alcohol, menta, tabaco. Cada viajero desprendía su propio código aromático. Aparecía la hierbabuena, se marchaba el penetrante olor a aceite de oliva. Apenas se había percatado de todo aquello antes del accidente. Quizás porque iba demasiado dormido al instituto, o quizás porque casi nunca iba en metro por entonces.

Al principio le sorprendió esa nueva capacidad. Empezó distinguiendo olores familiares, como el suavizante para la ropa o el champú. Olores a los que, por extraño que pareciera, nunca había prestado la más mínima atención. Cuando estaba solo en casa, se descubría a sí mismo abriendo la puerta del armario de su habitación, acariciando las prendas y acercando la cara al perchero. Cogía la prenda que se encontraba en el extremo derecho y la inspeccionaba minuciosamente, intentando averiguar qué era. El tacto del tejido, las costuras, su olor. Luego la pasaba al extremo izquierdo, y cogía la siguiente prenda del extremo derecho, repitiendo el ritual durante largos minutos.

Poco a poco, cuanto más se iba acostumbrando a su nueva situación, más olores era capaz de discernir. No se había dado cuenta de la cantidad de fragancias que le habían rodeado constantemente. Pero con el tiempo, al agudizarse sus sentidos, incluso había logrado identificar a algunos familiares y amigos por su olor. Su madre olía a tierra mojada y a orégano. Su padre a tinta de periódico. Ana, por ejemplo, era una mezcla de colonia floral en la que destacaba el jazmín. Y también reconocía a algunos pasajeros habituales de la línea de metro que utilizaba. Por ejemplo Laura, la fisioterapeuta, que olía a almendras, o Joaquín, el panadero, que rezumaba olor a mantequilla.

Poseedor de esta nueva habilidad, Víctor descubría que aquella mañana los olores, sin ningún miramiento, se mezclaban e interactuaban indiscriminadamente frente a él, que se encontraba en la puerta del vagón. A esas horas de la mañana predominaba el olor a jabón y a café. Ligeros matices de un croissant recién hecho se colaba entre los demás. Unas pinceladas de dentífrico. Otras de un poco de chorizo. Esmalte de uñas. No existía armonía alguna. Y su olfato lo sufría.

A veces pensaba en qué sentiría Tico al verse expuesto a semejante falta de respeto aromático, como decía Víctor, medio en broma, medio en serio. En su cabeza se imaginaba la misma estridencia que algunos menús del teletexto, mezclando cian con amarillo y letras verdes en un fondo rosa. Recordaba que era una mezcla horrorosa y casi nociva o, por lo menos, de mal gusto. Recapacitaba sobre este asunto cuando alguien lo empujó.

Víctor se quedó inmóvil. Se agarró con fuerza a Tico, que se había puesto en pie entre sus piernas, y respiró hondo. Algunos pasajeros se removieron e increparon al responsable, un joven que había entrado corriendo en el vagón cuando las puertas se iban a cerrar. El chaval no dijo nada. Tampoco Víctor esperaba que lo hiciera.

—¿Estás bien, chico? —preguntó una voz vieja y aguda a su lado.
—Sí, sí... No se preocupe. Me bajo en la siguiente.

Lo dijo claro y en alto, para que estuvieran prevenidos y dejaran que Tico y él bajasen con tranquilidad. Víctor asió con más fuerza a Tico y se preparó para abandonar el vagón. Aún quedaban un par de paradas para llegar a su casa pero acabar el viaje a pie parecía la mejor opción.

El andén estaba desierto, ya que todos los pasajeros que allí se habían reunido minutos antes habían conseguido embutirse en la larga hilera de vagones antes de que partiera el tren. El silencio reinaba en el ambiente y Víctor aprovechó para tranquilizarse. Quería llegar a casa, pero no se sentía bien. Estaba enfadado consigo mismo. Se había asustado. Después de tantos años un ligero empujón lo había asustado, haciéndole sentir pequeño y vulnerable. Se recriminó interiormente su falta de previsión, de precaución. Su reacción.

Era difícil tener las cosas bajo control en el exterior y él lo sabía. Había pasado mucho tiempo desde sus primeras salidas de casa, primero acompañado y luego a solas, tras el accidente. Muchos meses encerrado, con el corazón entre penumbras, sin apenas ánimo para cambiarse de ropa, asearse o hablar. El joven chasqueó la lengua, apartando esos recuerdos de su mente. Había decidido volver en metro a casa y ahora lo iba a cumplir.

Cuando Víctor subió al vagón un aroma le envolvió dulcemente. No lo supo identificar, pero se sintió increíblemente reconfortado y, sin darse cuenta, movía ligeramente la cabeza de un lado a otro buscando su origen. Tico percibió el estado de ánimo de su compañero y buscó su mano con el hocico. Aquel comportamiento era extraño.

El chico, en una suerte de trance, inspiró profundamente, casi con miedo de asustar a aquel aroma furtivo que le había hipnotizado. Sus pulmones se llenaron lentamente recogiendo la sutil fragancia con delicadeza, dejando que esta le invadiera por completo, desde el fondo de sus pulmones hasta la punta de los dedos. Luego, soltó el aire con suavidad, casi despidiéndose de él y permaneció unos segundos en ese estado, perdido. Y volvió a inspirar. Cada vez que recogía la fragancia se sentía pleno, sereno. Feliz. Un hormigueo anidó en su estómago, una sensación agradable y extraña a la vez.

Ese aroma debía pertenecer a alguien que había en el vagón, cerca de él. El joven estaba intrigado. ¿Qué era? Pensó en jabones o perfumes, algún olor sintético. Pero el aroma era ligeramente picante y empalagoso. ¿Alguna especia exótica? Durante el tiempo que esperaba en llegar a su parada no pudo pensar en otra cosa. Deseaba que llegara el momento en que el olor misterioso cruzara la puerta del vagón para poder apreciarlo con más intensidad.

Finalmente, la parada de Víctor llegó  apenas cinco minutos después de haber subido al tren y, para su desgracia, el pasajero cuyo aroma no identificaba no había abandonado el vagón. Sin pensarlo dos veces, Víctor dejó pasar su parada. Se quedó allí de pie, al lado de la puerta, con Tico entre sus piernas. Por algún extraño motivo se había decidido a identificar aquella fragancia. Y así, permaneció en el metro durante varios minutos, dejando pasar una parada tras otra.

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⏰ Última actualización: Nov 26, 2018 ⏰

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