Capítulo I

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Siempre ocurría en mitad de la noche. No cuando hacía poco que se había dormido ni cuando quedaba poco para que amaneciera. Tampoco cuando los autobuses empezaban a circular ni cuando los más rezagados, después de una noche de fiesta, volvían a casa. Ni un poco antes, cuando se producían encuentros furtivos cerca de los callejones del casco antiguo de la ciudad. Ni un poco después.

Siempre ocurría en mitad de la noche. Quizás para asegurarse de que lo recordaría mejor. Quizás como alerta. O quizás solo para fastidiar, que también podía ser.

Víctor se despertaba con una sacudida, siempre hacia las 4 de la madrugada. Demasiado tarde para trasnochar, demasiado temprano para madrugar. Hacía años que le ocurría, ni siquiera sabía cuántos episodios había tenido ya. Lo que sí sabía es que las sacudidas nocturnas, el despertarse en un charco de sudor frío, el no poder dormir del tirón ni una semana entera, la sensación de rozar algo importante con la yema de los dedos y que se esfumase sin más... todo eso, según podía recordar, empezó después del accidente. Por algún motivo, aquellos malditos episodios, que casi habían desaparecido por completo en los últimos meses, volvieron con fuerza y sin avisar. Suponía que era porque pronto se cumpliría una década del accidente y el cerebro hacía estas cosas: no darte tregua cuando lo único que quieres es seguir con tu vida y olvidar lo que quisiste que fuera y nunca será. 

Podía oír a Tico a los pies de la cama, casi con un gemido sordo y lastimero, esperando a que le dirigiera la palabra. Siempre tan obediente, se imaginaba su cara de preocupación, sus orejas blandas y gachas, levantando las cejas suplicando que le permitiera acercarse. El chico suspiró.

—Tico, ven. 

El perro reaccionó tan rápido que Víctor pudo escuchar con claridad el coscorrón que su compañero se dio contra el somier de la cama. Rió a carcajadas.

—Tico, Tico... Pobre amigo, ¿qué te has hecho, ansioso? —dijo el muchacho mientras acariciaba al pobre animal—. Si no miras tú por dónde vas ya me dirás qué hacemos, bandido.

Las caricias juguetonas de Víctor se fueron calmando a la par que su cuerpo se iba sosegando y recuperando tras el episodio. Buscó el despertador en la mesilla y descubrió que eran las 4:22 de la madrugada. Se levantó, se puso las zapatillas y fue a darse una ducha. No soportaba la sensación pegajosa que le dejaba el sudor después de un episodio. El sudor después de una carrera hacía que reviviera algo en él, le animaba, le gustaba y le costaba ir a deshacerse del mismo al acabar de correr. Pero este era diferente, se le enganchaba a la piel como una mala cosa, le retorcía por dentro y lo asfixiaba  cerrándose como un puño en su estómago. Todo era sudor, pero la fuente y las sensaciones eran muy distintas. 

Cuando hubo acabado se echó el albornoz por encima y fue a prepararse un café. Se aseguró de atarse bien el batín antes de ir a la ventana y subir la persiana. Le gustaba tomarse ese primer café al frío de la madrugada, oyendo a los camiones de basura patrullar la ciudad y las últimas risas de grupitos de jóvenes aquí y allá, apurando los últimos momentos de oscuridad. A esas horas había captado fragmentos de conversaciones y situaciones de lo más entretenidas: riñas entre amigas que acaban por llorar y diciéndose que se adoraban, declaraciones de amor vacías seguidas del plaf de un tortazo, canciones de su infancia cantadas por jóvenes que ni saben lo que es un cassette, chistes de dos líneas que perdieron la gracia antes del cambio de siglo.

Dio un sorbo a su taza. Tico se había hecho un ovillo a sus pies. Podía sentir su calor, su pelaje suave y su olor penetrante mezclándose con el duro aroma del café. Víctor se había vuelto un sibarita y no tomaba cualquier café. La mayoría le olían a colonia y, los que no, le sabían a quemado y vacío. Ahora se gastaba un dineral en esa adicción cafetera, pero cada céntimo lo valía. Disfrutaba de las sutilezas, de los distintos sabores que podía apreciar y de cómo estos cambiaban según la temperatura, de los aromas que inundaban la estancia durante horas y cómo desperezaban sus sentidos. Algunos olían a lluvia, a selva. Otros le recordaban a los salones de lectura de eruditos. Otros evocaban la imagen de un viejo pescador fumando en pipa sentado en una barca, recogiendo las redes tras un día de pesca, recortada su silueta contra el sol del atardecer. El que estaba tomando en ese momento en concreto le evocaba la imagen de un jardín precioso dentro de un invernadero. Podía contar los ventanales si quería, ver la estructura de hierro forjado, negro y recio, y observar cómo unas escaleras de caracol se despegaban del suelo para ascender en una espiral de la que no se veía el fin. Y todos esos viajes los hacía desde una taza de café. Así que, al final, el líquido que le inundaba el paladar y la mente de sensaciones no le parecía tan caro.

Una taza de caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora