Le peintre

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El sol desplazó el contorno de mi figura por la pared de estuco gris, durante las tres horas que pasé allí tumbada. Tenía el cuello entumecido y la espalda dolorida de mantener tanto tiempo aquella rígida postura. Hacia el final de la tercera hora, él tuvo que permitirme un leve descanso para liberarme del terrible calambre de la pierna.

Después acabó en seguida.

Por suerte, en aquella época el sol calentaba lo suficiente su frío y destartalado estudio. Pasar mucho tiempo desnuda, quieta, como una estatua de mármol, no contribuía mucho a entrar en calor.

Recuerdo la primera vez que me dibujó así.

Yo era casi una niña, a penas trece años. Mis mejillas ardían tanto como mi cuerpo, poco acostumbrado a ser observado por hombre alguno y menos de aquella guisa. Con el tiempo me acostumbré. Él era un artista, un afamado pintor de la capital. No veía en mí a una mujer sino un conjunto de líneas y curvas que debía alinear para conseguir su cometido. La paga era generosa, una cuota por cuadro. Me daba de comer a mí y a mis cinco hermanos pequeños.

Para pagar sus estudios, tuve que tomar otro trabajo cuando fui algo más mayor, en una pequeña panadería junto al puerto. Un lugar coqueto y tranquilo, en el que los clientes no trataban de propasarse contigo y dónde siempre olía a pan recién hecho y bollos. No podía quejarme, era afortunada teniendo en cuenta el barrio del que provenía.

—¿Tostadas? —Levanté la cabeza por encima de la cortina que separaba el vestidor del resto del estudio y la sacudí enérgicamente, despeinando mi cabello rojizo alrededor del rostro.

—Llegaré tarde a trabajar —expliqué. Él dejó la bandeja sobre la cocina y se metió una miga grande cubierta de mantequilla en la boca. Luego sonrió y se alejó hacia el caballete que había estado usando. Nunca me dejaba ver los cuadros que me hacía hasta que estaban terminados—. Vendré mañana, una hora antes ¿te va bien?

—Por supuesto, mejor luz.

Era un hombre de pocas palabras. Agradable a su manera, excéntrico en ocasiones y un total inconformista. Además de todo un sinvergüenza. Tenía decenas de modelos, todas ellas mujeres y se acostaba con la mayoría. Muchas eran cantantes de ópera, actrices de teatro y modelos profesionales, aunque las que de verdad le gustaban eran las mujeres como yo, inexpertas, ignorantes del arte y la buena vida, mujeres sencillas, de los suburbios, pobres. Decía que representábamos la realidad del mundo, entre tanta falsa belleza y el boato incombustible de las ricas mujeres de la capital. Sólo con nostras hacía verdadero arte.

Y yo le creía.

Al cumplir los diecisiete, me dio una lección de lo que era respetarse a una misma.

Estaba mortalmente aburrido aquella tarde. Sus musas no le inspiraban lo más mínimo. Gritaba enfurecido y arrojaba al aire todo lo que caía en su mano. Se dejaba caer al suelo entre dramáticos gestos, se tiraba del pelo y se miraba las manos acusándolas de viejas e inservibles —sólo tenía 34 años entonces—. Todo un número. Por suerte, yo lo conocía ya a la perfección y no me dejaba impresionar por sus arranques violentos.

Permanecí tumbada en la tarima, con los brazos doblados bajo la cabeza, el pelo revuelto sobre ellos, el cuerpo completamente estirado, salvo por la pierna derecha que estaba sutilmente doblada e inclinada hacia la izquierda. Era una imagen provocativa, sugerente y erótica.

Hacía algo de frío. A pesar de todo, él se empeñó en pintar con las ventanas abiertas. Tenía la piel de gallina y los pezones erizados y oscuros. De algún modo había conseguido quedarme adormilada. Eran aquellos dichosos olores a pintura, linaza y trementina. Me encantaban.

Entonces sentí sus manos sobre mi cuerpo.

El roce fue leve al principio. Luego sentí que untaba algo alrededor de mi ombligo trazando círculos en espiral y abrí los ojos.

Le peintre et le boulanger (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora