Pinceles y bollos calientes

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Una tarde, tras terminar de repartir todos los encargos de la panadería, dejé a Jean al cargo de los últimos preparativos y marché al estudio de Philip. Quería pintarme en un nocturno y necesitaba aprovechar las horas de la noche para ello.

Cuando llegué, aún tenía harina en la cara y en el pelo, que él se encargó de sacudir, haciendo bromas tontas sobre si también metía la cabeza en el horno o algo así.

Recuerdo haberle metido un croissant de mermelada recién horneado en la boca, para hacer que se callara. Solía llevarle algunos de la panadería, sin que Jean se enterara. Se habría puesto hecho una furia al saber que su enemigo probaba sus deliciosos bollos. Luego me desnudé como de costumbre y me recosté en un diván cubierto de sedas azules y plateadas que parecían representar un cielo estrellado.

Había engordado un poquito. Philip decía que por causa de la harina aspirada, pero no le importó. Le gustaban las mujeres naturales, no las sílfides de cuellos largos y miradas lánguidas, que se desmayaban a la más mínima ocasión. Seguramente por no comer nada durante la semana.

Él tenía muy buen apetito.

Como de costumbre, me quedé medio dormida.

Tuve un sueño extraño que me recordaba lo nervioso que Jean había estado todo el día. No quería que pasara la noche en el estudio, pero en cierto modo, logré tranquilizarle para que me dejara ir.

Desperté algo aturdida, Philip estaba inclinado sobre mí estudiando algunos detalles de mi cuerpo.

—¿Quieres una lupa? —inquirí socarrona. Él no contestó, estaba sumido en su mundo de líneas y curvas, sombras y luces, ajeno a todo lo demás.

Un momento después se alejó y siguió pintando, volví a quedarme dormida. El sonido del carboncillo rascando el lienzo me resultaba tan agradable, como a otras personas el romper de las olas en el mar. Entonces no lo supe, no hasta varios años después, pero justo en el momento que Philip subió al piso de arriba en busca de más óleo color terracota, mi vida cambió por completo.

Jean entró en el estudio y me vio allí tumbada, serena y desnuda, completamente dormida. Se quedó observando el cuadro que Philip estaba pintando y se acercó a mí. Philip aseguró que su intención era sacarme de allí, pero que, consciente de lo que Jean sentía, finalmente decidió alejarse y pasó el resto de la noche ocupado en terminar unos bocetos inacabados, para cierta asociación de herbólogos.

O eso dijo él. Quién sabe.

A mí me seduce más la idea de que pasara la noche con un ojo pegado a alguna de esas molestas grietas en el suelo. De ser así, lo habría visto todo y esa imagen me acompañó años después, en noches frías, bajo las sábanas calientes. Sería un modo de devolverle la jugada, ya que a menudo era yo la que tenía que pasar horas esperando a que él acabara una "visita", con alguna de sus modelos. Nunca me importó observarles, ni a él que lo hiciera. Así aprendí mucho más que con el vulgar cuento de las abejas y las flores.

Los dedos de Jean acariciaban mis labios entre abiertos. Para él eran una obsesión. Llevaba años deseando besarlos, pero nunca se había atrevido a hacerlo. Sentí sus caricias y abrí los ojos. Los suyos reflejaban un amor tan puro que me fue imposible reaccionar al verle allí.

Jean jamás había pisado el estudio de Philip, ni siquiera hacía repartos en aquel barrio. En seguida una leve ira los cubrió y se apartó como impulsado por un resorte.

—Tú le amas ¿verdad? —acusó, apartando la vista, incapaz de mirarme.

—¿Por qué piensas eso? —Quise cubrirme. Al contrario que con Philip, me moría de vergüenza estar desnuda frente a Jean. Él no era un artista, era un hombre. Y uno muy especial para mí.

Le peintre et le boulanger (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora