U N O

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Mi historia comienza con Adela. Una mujer que alguna vez fue una inocente niña, una pequeña que creció en las más grandes casas del pueblo de San Pablo, un pueblo montañoso que se extendía hasta los bosques con los árboles más altos de todo el país. Un lugar donde se podría pensar que era tranquilo y con gente buena.

Sin embargo, fue ese mismo pueblo del que ella huyó hace tantos años. Dejando atrás, quizás uno de los peores y más sangrientos sucesos de los últimos diez años. El lema del pueblo apenas se entraba era: San Pablo, lugar de los atardeceres más largos y las noches más cortas. No podría ser más irónico, porque fue la misma noche oscura quien la ayudo a escapar de una pesadilla.

Ya habían pasado casi diez años, en pocos días sería el aniversario de su huida y no podría escapar más de los sueños que la atormentaban noche tras noche. Pero lo intentaría. Tal como había decidido irse de su pueblo natal, también había escogido mudarse a Galiz, una ciudad mucho más grande y más poblada, donde nadie la había llegado a encontrar.

Trabajaba por las noches. No le molestaba no dormir o dormir junto a otros hombres cada noche. Haría lo que fuera para sobrevivir, el problema es que ella necesitaba vivir bien. Le gustaba sentirse independiente, porque a pesar de su trabajo ella no se entregaba a cualquiera, siempre fijaba a los clientes con más dinero que entraban la casa de burdel en el que trabajaba.

Hace siete años que había llegado a trabajar allí, cuando aún tenía esperanza de convertirse en una artista famosa vendiendo pinturas y dibujos o incluso cantando, pero a nadie le parecía que ella tuviera el talento suficiente como para hacerlo. Después de soñar por más de tres años cosas que al final nunca sucedieron decidió renunciar a todas sus fantasías de niña y buscar otra forma de mantenerse a ella misma.

Fue cuando llego a casa de Madame Antoinette. Si su madre aún estuviera con ella, hubiera dicho: No es más que una casa de mala muerte y pecado. Pero en realidad para ella era casi una balsa salvadora, cuando más lo necesitaba apareció, casi como un faro en medio del mar. La mujer dueña del negocio se llamaba Clara Merced, tenía casi sesenta años, pero nunca los aparentaría y una gran fascinación por lo francés. Siempre vestía con una elegancia digna de una reina, por eso nadie sospecharía que se dedicaba a dirigir sus negocios. Tenía una cabellera rubia y larga, en el que llevaba un broche de oro y poseía unos ojos color azul profundo.

Llegó a ella casi de casualidad, cuando no tenía ni un solo centavo más en los bolsillos y no había comido en varios días, la acababan de botar del cuarto que rentaba dentro de un conjunto de departamentos. Cargaba solo una caja y su mochila por toda la ciudad, pero hubo un momento en la madrugada en el que ya no pudo caminar más, se rindió y cayó en la puerta trasera de un edificio. Desconociendo por completo lo que sucedía allí dentro, ignorando que el destino la había llevado hacía su futuro.

- Tienes cinco minutos, te acaban de llegar clientes.

La muchacha en la puerta se trataba de Isabela, una de sus primeras y únicas amigas que hizo cuando llegó a trabajar en el lugar y que además la recibió con los brazos abiertos. Todas allí vivían de lo mismo, así que más allá de ser compañeras se habían vuelto confidentes a la hora de estar fuera del trabajo.

- Ya voy, diles que me esperen en un cuarto. ¿Cuántos son?

Isabela era de complexión pequeña, de cabellos semirojizos y sonrisa tímida. Vestía con una bata blanca de algodón, tan trasparente que dejaba traslucir su silueta, además de unas pantuflas verdes. Trabajaba allí por más tiempo que Gabriela, pero nunca le había querido decir cuantos, el problema estaba en que ella era dos años más joven, así que sospechaba que había empezado en todo esto cuando aún era menor de edad.

- Son dos, pidieron que fueras tú, Gabriela. Son muy guapos.

Sonrió al espejo. Como siempre su cabello castaño estaba ondulado y terminó de aplicar el labial carmín en sus labios; se quitó entonces la bata blanca y quedo con un corsé color blanco, con unas medias de red hasta su entrepierna y unos zapatos que extendían sus piernas. Ella no era la clásica y conveniente belleza delgada, pero si tenía el suficiente cuerpo como para tener a sus propios clientes, así que supuso que se trataba de algunos de ellos.

Jamás se hubiera imaginado que detrás de aquella puerta color negro del segundo piso de la casa de damas de Madame Antoinette, se encontraría con el pasado. Aquel que después de tantos años de huir de él la acababa de alcanzar y atrapar nuevamente entre sus fauces oscuras. Ya era bastante tarde cuando se dio cuenta. Estaba parada frente a los dos hombres, para cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz de la habitación.

Pudo reconocer sus perfiles iluminados por la luz de la lámpara de noche de ambos veladores. Isabela no mentía cuando le mencionó que eran muy guapos, quien mejor que ella para reconocerlo, pues había crecido junto a ambos. Por el lado derecho de la cama estaba el hombre de rasgos más duros y mandíbula cuadrada, con cabellos castaños y hombros anchos, pero a pesar de la oscuridad vio los vivos ojos grises que ella veía todos los días en el espejo, porque se trataba de su hermano.

Daniel, se llamaba. Pensó que nunca más lo volvería ver, porque la última vez lo había dejado en un hospital tan accidentado que creyó que moriría. Sin embargo, estaba allí, sonriéndole como si no hubiera pasado ni un solo día de haberse separado.

Al lado izquierdo de la cama estaba el otro. No había cambiado casi nada, solo que sus rasgos infantiles ya no estaban allí; de contextura más delgada que el de Daniel, pero bastante más alto. De los mismos labios delgados y expresión sobria, sin siquiera demostrar un sentimiento, era difícil de leer cuando era jóvenes y ahora lo era mucho más. Era imposible olvidar todos esos detalles, porque alguna vez estuvo comprometida y enamorada de ese hombre frente a ella.

- Hola, hermanita- habló, ella seguía estática y casi sin respirar- Me hubiera gustado ver el show y estoy seguro que a otros mucho más, pero temó que deberíamos dejarlo para otro momento.

- Te hemos estado buscando- dijo Andrés.

En la obscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora