Capítulo XIII: La trampa de la Esfinge Blanca

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Alrededor  de  las ocho  o  las  nueve  de  la mañana  llegué  al  mismo  asiento  de  metal amarillo  desde el  cual había contemplado  el mundo la noche de  mi llegada. Pensé en  las conclusiones precipitadas  que  hice aquella noche, y no  pude  dejar de  reírme  amargamente de  mi  presunción.  Allí había aún  el mismo  bello paisaje, el  mismo abundante  follaje;  los mismos espléndidos  palacios y  magníficas ruinas, el  mismo  río plateado corriendo  entre sus fértiles orillas.  Los alegres vestidos  de  aquellos  delicados  seres se movían de aquí  para allí entre los árboles. Algunos se  bañaban  en  el  sitio  preciso  en que  había yo  salvado  a  Weena, y esto me  asestó de  repente  una aguda  puñalada  de  dolor.  Como  manchas sobre  el  paisaje se  elevaban  las cúpulas  por encima  de los caminos  hacia el  Mundo  Subterráneo. Sabía ahora  lo  que  ocultaba toda la  belleza del  Mundo  Superior. Sus  días eran muy  agradables, como  lo  son los días  que pasa el  ganado  en el  campo. Como  el ganado, ellos ignoraban  que tuviesen enemigos,  y no prevenían  sus necesidades. Y su  fin era el mismo. Me  afligió  pensar cuán  breve  había sido  el  sueño  de  la Inteligencia humana.  Habíase suicidado.  Se había puesto con firmeza en busca  de la comodidad y el bienestar de una Sociedad equilibrada con seguridad y estabilidad, como  lema; había realizado  sus esperanzas,  para llegar a esto al Final.  Alguna  vez, la  vida  y la propiedad debieron alcanzar  Una casi absoluta seguridad.  Al rico le habían garantizado su  riqueza y  su bienestar, al  trabajador  su  vida y  su  trabajo.  Sin  duda  en  aquel  mundo  perfecto  no  había existido  ningún problema  de  desempleo,  ninguna  cuestión  social  dejada  sin resolver. Y  esto  había sido  seguido de una  gran calma. Una ley natural que  olvidamos es que  la  versatilidad  intelectual es la  compensación  por el cambio,  el peligro y la inquietud.  Un animal  en perfecta armonía con  su medio ambiente es  un  perfecto mecanismo. La naturaleza  no hace nunca un llamamiento a  la inteligencia,  como  el hábito y el instinto  no sean  inútiles. No hay inteligencia allí donde no hay  cambio  ni necesidad  de cambio. Sólo  los animales  que cuentan  con inteligencia tienen que  hacer frente a  una enorme variedad  de  necesidades  y de  peligros. Así  pues,  como  podía  ver, el  hombre del Mundo Superior había derivado  hacia  su  blanda  belleza, y el  del Mundo Subterráneo  hacia la simple  industria  mecánica. Pero aquel perfecto estado carecía aún  de  una cosa para alcanzar la perfección mecánica:  la estabilidad absoluta. Evidentemente, a medida que transcurría el lempo, la  subsistencia  del  Mundo  Subterráneo, como  quiera que se efectuase, se había  alterado.  La Madre Necesidad, que había sido  rechazada  durante algunos  milenios,  volvió  otra vez  y  comenzó de nuevo  su obra,  abajo.  El  Mundo  Subterráneo, al  estar en  contacto con  una maquinaria que, aun siendo  perfecta, necesitaba  sin embargo un poco de  pensamiento además del hábito,  había probablemente  conservado, por fuerza,  bastante  más iniciativa, pero  menos  carácter  humano  que el Superior. Y  cuando les faltó  un  tipo  de carne, acudieron  a lo  que  una  antigua costumbre les había  prohibido hasta entonces.  De  esta manera vi en mi última  mirada el mundo  del año  802.701. Esta es tal  vez la explicación más errónea  que  puede inventar un mortal. Esta es, sin embargo, la  forma que  tomó  para  mí  la cosa  y así se  la ofrezco a  ustedes. Después  de  las  fatigas,  las excitaciones y  los terrores  de los pasados  días,  y  pese  a mi  dolor, aquel  asiento, la  tranquila  vista y  el calor del  sol  eran muy  agradables.  Estaba  muy  cansado y  soñoliento y  pronto  mis especulaciones  se convirtieron en  sopor. Comprendiéndolo así, acepté mi  propia sugerencia y tendiéndome sobre el  césped  gocé  de un  sueño  vivificador. Me  desperté  un  poco antes de ponerse el  sol. Me  sentía  ahora a salvo  de ser  sorprendido  por los Morlocks  y, desperezándome, bajé por la colina hacia  la Esfinge Blanca. Llevaba mi  palanca en  una  mano, y la  otra  jugaba  con  las cerillas en  mi  bolsillo. Y ahora viene  lo  más  inesperado. Al acercarme  al pedestal de la esfinge, encontré las hojas de bronce abiertas.  Habían  resbalado hacia abajo sobre  unas  ranuras. Ante esto  me  detuve  en  seco vacilando  en  entrar. Dentro  había  un  pequeño  aposento, y  en  un  rincón elevado estaba la  Máquina  del  Tiempo. Tenía las pequeñas  palancas en  mi bolsillo. Así  pues, después  de  todos  mis estudiados preparativos  para el asedio  de la  Esfinge Blanca, me  encontraba con  una  humilde rendición.  Tiré mi  barra  de  hierro, sintiendo  casi  no haberla usado. Me  vino  a  la  mente un  repentino  pensamiento  cuando  me  agachaba  hacia la  entrada. Por  una  vez  al  menos capté  las  operaciones  mentales de los Morlocks. Conteniendo  un  enorme  deseo  de reír,  pasé  bajo  el  marco de bronce y avancé hacia la Máquina del Tiempo. Me  sorprendió  observar  que  había sido cuidadosamente engrasada y  limpiada. Después he sospechado  que los Morlocks la  habían  desmontado  en  parte, intentando a su  insegura  manera averiguar  para  qué  servía. Ahora, mientras la examinaba,  encontrando  un  placer en  el  simple  contacto con el  aparato, sucedió lo  que yo  esperaba.  Los paneles de bronce  resbalaron  de  repente  y  cerraron el  marco con  un  ruido metálico. Me hallé  en la  oscuridad, cogido  en la  trampa. Eso  pensaban  los Morlocks. Me  reí  entre  dientes gozosamente. Oía ya su  risueño  murmullo  mientras avanzaban  hacia  mí. Con  toda  tranquilidad  intenté encender una cerilla. No  tenía  más que tirar  de las palancas y partiría como  un  fantasma. Pero  había olvidado  una  cosa insignificante.  Las cerillas eran  de  esa clase  abominable  que sólo  se encienden  rascándolas sobre la caja. Pueden  ustedes imaginar cómo  desapareció toda mi  calma. Los  pequeños  brutos estaban muy  cerca de mí. Uno  de ellos me  tocó. Con la  ayuda  de las  palancas barrí  de un golpe la  oscuridad y empecé a subir al sillín de la  máquina.  Entonces una  mano se posó  sobre mí  y  luego  otra. Tenía,  por tanto, simplemente que luchar contra sus dedos persistentes  para defender  mis palancas y al  mismo  tiempo encontrar a tientas  los pernos sobre los cuales encajaban. Casi consiguieron apartar  una  de mí. Pero cuando sentí que  me escurría  de la mano, no tuve más remedio que topar mi cabeza en la  oscuridad -pude  oír retumbar  el  cráneo  del Morlock- para recuperarla. Creo  que  aquel último  esfuerzo representaba  algo  más inmediato  que la  lucha en  la selva. Pero al fin la  palanca  quedó encajada  en el  movimiento  de  la  puesta  en  marcha. Las  manos  que me  asían se desprendieron  de mí. Las tinieblas se  disiparon luego ante  mis ojos.  Y  me  encontré  en la  misma luz grisácea y entre el mismo tumulto que ya  he descrito.

La Máquina del Tiempo [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora