El despertador suena a las cuatro menos cuarto de la mañana y Joseph se quiere morir. Da igual los años que lleve despertándose a esta hora criminal, el cuerpo no se le acostumbra. Sabe que no debería trasnochar tanto, pero no puede evitarlo. De día se siente como si le hubieran inyectado una anestesia demasiado potente en el cerebro. Pero de noche… De noche le hierve la cabeza, y es incapaz de dormir. Se restriega los ojos, que le escuecen, y se frota el cuello sin dar la luz. Ha vuelto a quedarse dormido encima de la mesa y tiene el cuerpo hecho un nudo. Se levanta a tientas de la silla y deshace la cama para que sus padres no sospechen. Está revolviendo las sábanas cuando alguien le da un empujón a la puerta.
—¿Joseph? —pregunta su madre desde el otro lado. El pestillo está echado y la puerta repiquetea cuando ella insiste.
—Joseph, ¿estás despierto? —repite, preocupada.
—Sí, mamá, ya voy —dice él, descorriendo el pestillo. —¿Por qué te encierras? —le pregunta su madre, suspicaz—. ¿Has vuelto a quedarte despierto hasta las tantas?
—No —niega él, pero los círculos negros que le rodean los ojos le delatan.
—No te has cambiado —dice su madre, mirándole de arriba abajo.
Es verdad: lleva la misma camiseta con las mangas recortadas por el hombro, la misma sudadera con capucha, los mismos vaqueros con los que vino ayer del instituto. Sabe que su madre no le cree, pero lo intenta igual.
—Sí, me he puesto la misma ropa —dice en voz baja—. Total, me voy a poner perdido de harina. Luego en la panadería me ducho y me cambio. Su madre aprieta los labios con fuerza y su mirada recorre el cuarto, tan estrecho que parece un ataúd: la cama deshecha (pero no lo suficiente), las paredes, empapeladas hasta el último centímetro de pósteres de anime, películas y escenas de videojuegos, el saco de boxeo decorado con una calavera que cuelga del techo, el monitor del ordenador, conectado a la videoconsola y, sobre el escritorio, tres folios a reventar de palabras escritas con bolígrafo. Su madre baja la vista hacia las manos de su hijo y descubre en ellas restos de tinta azul, como tatuajes borrosos, que le manchan las manos. La misma tinta azul con la que Joseph graba a fuego sus papeles en todas sus noches de insomnio. Él se da cuenta y se estira las mangas de la sudadera hasta cubrirse los nudillos. El silencio que se hace entre madre e hijo pesa como el plomo. Joseph odia tener que levantarse de madrugada un día sí y un día no para trabajar con sus padres en la panadería, pero nunca se queja, porque sabe que ellos odian tanto o más que él tener que pedirle que los ayude. Pero, desde que cerró la Fábrica donde su padre era operario, la panadería es la única fuente de ingresos de la familia. No descansan nunca, pero no pueden quejarse: las panaderías de muchos de los distritos de la Ciudad han tenido que echar el cierre porque no podían seguir pagando a los ayudantes. Eso significa más clientes, pero también significa más trabajo. Los padres de Joseph tampoco pueden seguir pagando a los ayudantes con los que su madre llevaba antes la panadería, pero tienen dos hijos. Y, aunque todas las mañanas siente el sonido del despertador como una puñalada, Joseph es consciente de que en el fondo tiene suerte.
—Hijo, si no te encuentras bien, puedo pedirle a Andrew que venga… —su madre titubea—. Y luego tú puedes hacerle dos turnos seguidos… Andrew es el hermano de Joseph, y Joseph está seguro de que en ese momento no está mucho más despierto que él. Mientras Joseph llena una página detrás de otra, vomitando letras y versos, Andrew pasa las noches devorándolas, leyendo cómics que le transportan muy lejos de allí, a un lugar en donde dos chavales de instituto no tienen que turnarse los siete días de la semana para ayudar a sus padres a que la familia pueda seguir comiendo. Estos días, los hermanos no tienen muy buena relación. Y lo último que quiere Joseph es tener que deberle un favor a Andrew. Así que se pone la gorra, se echa la capucha de la sudadera y, mirando a su madre, niega con la cabeza.
—No te preocupes, mamá —dice, empujándola con suavidad fuera del cuarto y cogiendo ropa limpia de una montaña de prendas que hay a los pies de la cama—. Me encuentro perfectamente. Su madre se dirige a la cocina. A mitad de pasillo, Joseph se separa de ella para entrar en el baño. Abre el grifo, ahueca las manos y las llena de un agua helada que después se salpica en la cara. Un minuto después, se sienta con sus padres en la mesa de la cocina. Los tres esperan en silencio a que se haga el café. Cuando la cafetera empieza a humear, el padre de Joseph se levanta, llena tres tazas con el líquido oscuro y los tres se quedan sentados en silencio, con los ojos clavados en la bebida, como si del fondo de esos pozos negros pudieran pescar al ladrón que les ha robado el sueño.
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Darko- Un Cuento urbano
Truyện NgắnDarko Cyclo Historia no completa , solamente hasta el cap 5 , solamente para los fans De CYCLOMUSIC .