Prefacio: La tragedia que nadie recuerda

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Morí cuando tenía catorce.

Ni siquiera lo recuerdo. O, bueno, puede que sí, pero en partes. Sólo sé que dolió más de lo que quiero saber y que no entendía qué ocurría hasta que me di cuenta de que no me quedaba mucho tiempo de vida. Sólo entonces deseé no morir, pero no importó cuánto quisiera mantenerme vivo, porque minutos más tarde, yo ya no existía.

Estaba solo en casa. Era un niño pálido, alto y delgado, con la cabellera más rubia del pueblo. En aquel entonces era pequeño, de no más de novecientos habitantes. A medianoche mis padres salieron a buscar a mi hermano mayor, Tim, de una fiesta. Sí, por esos tiempos, las doce de la noche eran lo que hoy en día son las seis de la mañana. Y yo dormía sin darme cuenta de que, por error, mis padres no cerraron bien la puerta, dándole así la oportunidad de entrar a un hombre de unos cincuenta o casi sesenta años, con las peores intensiones del mundo.

Era mi profesor en el instituto de alemán al que asistía.

Se había tomado un tren hasta mi pueblo sólo para buscarme y, al hacerlo, algo ocurrió. Nunca entendí exactamente qué fue, pero sé que ese hombre no estaba del todo bien. Ni bien entró, fue a la cocina. Escuchaba voces por toda la casa, guiándole para que encontrara un cuchillo, el más filoso que teníamos. Era el favorito de mamá, y lo usaba para casi todo, excepto para lo que esa noche se usó.

Bajó las escaleras. Mi habitación estaba en la primera puerta a la derecha. Se dirigió allí como si supiera que yo estaba en ese lugar.

Antes de entrar a mi habitación, encendió un cigarro y lo fumó con tranquilidad. Las voces que escuchaba seguían diciéndole que se apresurara, que todo estaba mal, que debía salvarme. O, al menos, esto fue lo que, más tarde, el hombre contaría. Nunca fumaba. Pero esa noche se le había antojado, así que de camino se compró una caja, y al llegar allí encendió el que sería su primer cigarro. No le gustó para nada. Lo dejó justo en una esquina del pasillo, encendido, y entró a mi habitación sin apenas hacer ruido.

Todo era silencio.

El hombre, mi profesor, con el cuchillo en su mano izquierda—es zurdo—y la clara idea de que tenía que salvarme de algo. Pero no fue eso lo que hizo. Ni bien me vio, tumbado en la cama completamente dormido, se abalanzo sobre mí para clavarme el cuchillo en la clavícula. Yo desperté al instante, desorientado. Sé que intenté gritar debido al dolor, pero su mano tapó mi boca, y antes de que pudiera darme cuenta clavó el cuchillo en mis ojos.

El dolor se volvió insoportable.

No morí en ese momento. Lo sufrí desde el primer hasta el último cuchillazo, cómo atravesaba mi piel y llegaba a ese punto en el que no parecía ser posible que el dolor se volviera más agudo y el innecesario miedo que recorría inútilmente la atmósfera. No servía. Nada funcionaría para salvarme de esa maldita noche de septiembre.

Las luces se habían apagado, y no me refiero a las de la casa. Eran las doce y seis cuando me percaté de que estaba muriendo. El hombre no se detuvo ahí. Sacó de nuevo el cuchillo de donde lo había metido y lo bajó hasta mi abdomen, clavándolo nuevamente. Sé que, a este punto, mi cuerpo ya no respondía. No podía gritar ni moverme. Pelear no era siquiera una opción para mí. Toda mi cama, mi cuerpo y el del mi profesor estaban cubiertos de sangre, y ni hablar del cuchillo.

Tampoco se detuvo ahí.

Mi profesor, que dicho sea de paso se llamaba Jahzeel, dio por terminada la tarea. Seguía sin ser él mismo, y las voces hablaban más fuerte que nunca. Volvió al pasillo, tomó de nuevo el cigarro y le dio una calada. Esa fue la última antes de tirarlo y pisarlo, apagándolo al fin. Subió las escaleras, volvió a la cocina y con tranquilidad limpió el cuchillo lleno de sangre.

La inexistencia de todas las cosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora